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Un funeral inolvidable

 

Sr. Vianney Gerardo Mora Hernández.

Siquirres, Siquirres.

 

 

Esa noche era especial porque iba a estrenar piyama.  Una muy linda y sobre todo muy fresca piyama que mi mamá había terminado de coser en la tarde.

 

Era de manta, que yo mismo había ido a traer a la pandearía donde Enrique; éste siempre le regalaba a mi mamá los sacos de manta donde venia la harina, a su querida maestra que le enseñó a leer, escribir, sumar y a restar, cuando todos en la escuela creían que era incapaz de hacerlo, porque era un caso perdido.

 

Así que mis tres hermanos, mi hermana y yo teníamos blancas y frescas piyamas de manta.

 

Esta noche tenía que acostarme temprano para estrenar mi piyama nueva.

 

Ya mi hermano mayor había fumigado con flix y, por si acaso, estaban encendidas las velitas contra zancudos porque se había soltado una plaga.

 

Me metí en la cama, corriendo con cuidado el mosquitero, para que no entraran los zancudos.

 

Ya mi hermano menor se había dormido.  Luego del riguroso Padrenuestro, tres Avemarías y el Credo, me acomodé como siempre en el rincón contra la pared que daba a la calle, porque ahí era más fresco por el aire que se colaba por las hendijas de la pared.

 

Hacía mucho calor y el bochorno era increíble.  Ese día el sol había salido con todo su inclemencia después de dos semanas de lluvia.  Pero sabía que en la madrugada iba a ser fresco.  "Es por las montañas del otro lado del río" -decía mi mamá.  Y siempre agregaba: "Ojala dejaran esa montaña para siempre."

 

"¡Oyeron!!, _dijo mi mamá_.  "Acaban de decir en las noticias que los rusos mandarán un persona al espacio dentro de unos cinco años a lo sumo.  ¿Hasta dónde va llegar la humanidad?  ¿Por eso hay que estudiar mucho".

 

Después escuche con mucha atención las aventuras de los tres Villalobos y luego... silencio.  Mi papá apagó el radio de baterías, su inseparable y fiel compañero.

 

Poco a poco me fui durmiendo, pensando en qué buenos hermanos eran los tres Villalobos, valientes, honrados, fieles y ninguno era bobo.  Eran mis favoritos, junto con "Rafles: el ladrón de los guantes de seda" y "Kalinin".

 

Eran una noche oscura; acababan de apagar la planta de electricidad; solo pusieron la luz durante una hora, porque había poco diesel.

 

Hacía muchos días que no pasaba el tren desde Turrialba.  Mi papá nos contó que habían ocurrido derrumbes en Peralta y en "Piedras de Fuego".  Y que del lado de Limón, el río Chirripó se había llevado el puente en Matina; además el río Pacuare había hecho un brazo nuevo, el río Siquirres había aflojado el puente, sin contar los derrumbes allá por Pacuarito, Cimarrones y Monteverde.  Entonces Siquirres estaba incomunicado por todo lado.

 

De repente, un murmullo rompió el silencio de la noche.  Poco a poco se iba haciendo más y más grande, hasta convertirse en cánticos en inglés y en lenguas extrañas, acompañados por unos instrumentos cuyos sonidos me eran desconocidos.

 

"No se asomen, eso no se debe ver".  Sentenció mi papá, con su fuerte y atemorizante voz.

 

Para qué lo hizo; yo, siempre yo, haciendo lo contrario de lo que me ordenaban, por eso eran las fajeadas, pellizcos en el brazo y ni qué hablar de los jalones de oreja que me daban.

 

No podía quedarme sin saber qué pasaba.

 

Me asomé por una hendija, escogí la más grande y mis ojos se fueron abriendo casi desorbitados conforme un grupo de sombras que caminaba por las empedradas calles, pasaba por detrás del marco de la cancha de fútbol.  Por la calle que iba al río, hacia la esquina de la cancha.

 

Por un rato se me perdieron, después, casi de improviso estaban pasando a pocos metros frente de mi casa.  Yo me hice un puño, mi corazón se me quería salir del pecho y mi respiración se volvioentrecortada.  La respiración casi se me detuvo, cuando ante mis desorbitados ojos pasó un ataúl con una persona adentro, toda envuelta en un manto blanco.

 

Las personas iban casi todas vestidas con túnicas blancas llevaban algo encendido en la boca, y el olor a tabaco invadió la casa.  Los cantos quejumbrosos, los lamentos y el humo de los puros llenaron la calurosa noche.  No cesaban de cantar; escuché una canción que hablaba de una barca al otro lado del rio, pero también entonaban cantos en lenguas extrañas.  En mi mente de niño no cabía tanto misterio, ni lo entendía.

 

Poco a poco los pasos, los cánticos del grupo y la música se fueron apagando.  Pasaron frente al edificio de la solemne escuela, que sirviocomo una gran pantalla donde figuras y sombras se entremezclaban.

 

Salí y me senté en el corredor con los pies en la última grada de la escalera de entrada a la casa y mis manos entre las piernas.

 

Cuando pasaron frente a la Unidad Sanitaria, el reflejo de las luces de los puros y la gente con el ataúd, en los vidrios de las ventanas, daba al grupo de unas treinta y cinco personas (me tome la molestia de contar las brasas de los puros) un aspecto fantasmagórico.  Después entraron en la casona vieja cubierta de latas pintadas de gris, que llamaban la "Logia".

 

De repente, sentí que algo me jaló las dos piernas y de un salto y gritando me metí corriendo a la casa.

 

Casi llorando, tembloroso y todo avergonzado, suavemente (para que mis hermanos no me oyeran) dije: ¡Mami!, ¡me remendó la pijama vieja?, es que me oriné".  "Ve, hijo", dijo mi mamá con la risa entrecortada, "hágale caso a su papá.  Está en la máquina de coser, pero póngale una gacilla porque le falta el elástico".  Y con el fondo de las risas leves de mis hermanos, mi papá y mi mamá y con el corazón que se me quería salir del pecho, con gotas de sudor frío en la frente, me acosté.

 

Esa noche, la piyama nueva con jabón azul pasó en un balde con agua, en la cocina.

 

¡Ah!  ¡Y el susto?, fue mi papá que se levantó, se fue por detrás de la casa, pasó por debajo de ella y ya saben lo que pasó.