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Promesas
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Sra. María Julia Hernández Hernández
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Limón, Limón.
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¡Ha pasado mucho tiempo! Pero aún lo recuerdo. Sí..., con tanto cariño, que mi pecho se
encoge y una lágrima dormida se me escapa.
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Me transporto, y vuelvo a vivir aquellas sensaciones:
las mañanas tibias, el olor a sal, aceite de coco y chile panameño. Recuerdo cuando juntas caminábamos alegres
hacia la Escuela de Niñas, la veíamos tan limpia, tan linda y tan grande... que
el bullicio de los niños se perdía entre las aulas; aquel olor especial del
bulto de cuero, donde se mezclaban cuadernos, lápices, pan con mantequilla, y
entre todo aquello, un mango que en el recreo compartíamos contentas.
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Ella era fuerte, hablantina; yo, muy sola, silenciosa y
ambas fuimos un buen complemento de la otra.
Al finalizar las clases, éramos las primeras en salir corriendo a
hacer fila para comprar helados donde Panchito. Eran deliciosos. Recuerdo los de mora, de coco y de jobo,
los preferidos, los devorábamos con deleite hasta llegar a la semillita para
mascarla y sacarle el último jugo. Era
lo máximo, como el premio después de cumplir y enfrentarnos con nuestra
realidad en la escuela.
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En las tardes la acompañaba a su casa cerca de la línea
del tren. Tenía que lavar su uniforme
en una pila que llenaba con espuma blanca del jabón de coco en la que se
destacaban sus manos negras, de las cuales salía la camisa blanquísima, con
un inconfundible aroma. Yo la miraba
con admiración, ¡era tan fuerte y valiente!
Mientras lavaba, me contaba que su madre se había ido para Nueva y
York a trabajar y que pronto mandaría por ella, su carita se bañaba de luz
cuando celebraba, con una gran sonrisa que dejaba al descubierto sus grandes
dientes blancos, su viaje tan añorado para encontrarse con su madre.
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Yo vivía frente a la cantina El Batán y escuchando
canciones como Hay niña
Isabel que tiene los ojos de noche cubana... jugábamos mecate de dos, quedó, mirón mirón, bate, hasta el cansancio o nos íbamos a la esquina
del Bar El Socio, donde se escuchaba la mejor música blues y con un mecatillo cazábamos cucarachas con un pedacito de pan...
Claro, mamá nunca se dio cuenta de eso.
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Ella era mi amiga, la de siempre, muchas veces quiso
enseñarme a hablar inglés, me hizo repetir palabras durante mucho tiempo,
hasta que desistió. En los días
calurosos de Limón nos íbamos en bicicleta para el parque Vargas haciendo el
máximo esfuerzo para que los pies nos llegaran hasta los pedales. Nos gustaba observar los pericos ligeros y
su modo cadencioso de moverse.
Teníamos que adentrarnos, aunque con miedo, hasta la fuente del
parque... era muy importante llegar hasta ella, pero el parque era
inmenso. Teníamos que llegar a la
fuente a pedir deseos. Entonces se le
iluminaba la carita negra. Sus pícaros
ojos adquirían un brillo especial al pedir el deseo y sonreía llena de
esperanza... Cuando yo me vaya, le voy a
mandar cosas bonitas... me decía riendo.
El parque se iba oscureciendo... era tan grande, tan verde todo, que
pasar corriendo por la escultura de piedra con forma de mono era toda una
hazaña, echábamos a correr y sentíamos el viento en la cara y el corazón
estallar.
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Nos sentíamos poderosas paseando en bicicleta... libres
como gaviotas. Sentarnos en el tajamar
de los Baños, con la brisa tranquilizante y fresca, ver la tarde caer,
moviendo nuestros pies descalzos y húmedos por la espuma del mar, ella
esperando que su deseo se hiciera realidad, yo deseando calladamente que en
aquel barco lejano en el horizonte, quizá, me trajera de vuelta lo que me
habían prometido.
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Los años pasaron, transcurrieron despacio, como
dándoles tiempo a la vida y a los sueños...
La fuente del parque se secó... nunca volvimos.
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Después fuimos compañeras en el colegio, siempre
juntas, tan distintas, tan iguales, veíamos los atardeceres con melancolía y
nostalgia. Nos hicimos más
silenciosas, su madre nunca llegó por ella...
Aquel encuentro tan esperado... el viaje añorado y yo, ya casi olvidé,
que aquel lejano barco en el horizonte nunca me trajo al que esperé por tanto
tiempo...
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