|
|
|
|
"Lizanías, un
labriego optimista"
|
|
Sr. Giovanni
Rodríguez León.
|
Siquirres, Siquirres.
|
|
|
La historia que voy a contar es una muy particular. Es la historia de un hombre trabajador como
pocos. Luchador hasta el límite, de
temperamento fuerte, de convicciones y al mismo tiempo con un particular
sentido del humor, que en los momentos más difíciles le han proveído de
energía, a él y a cuantos a su alrededor sintonizan con él.
|
|
De una marcada vocación agrícola, el hombre de esta historia ha sabido
arrancarle a la tierra algo más que frutos multicolores. También cosechó sabiduría, conocimiento
vivo y teórico que supo complementar con lecturas asiduas, robándole tiempo
al descanso o, como sería más justo escribir, descansando mecido por el
vaivén de las ideas, discurriendo por el sinuoso cauce de la historia.
|
|
Lizanías Rodríguez Azofeifa nació en Santa Rosa de
Santo Domingo de Heredia, el 7 de febrero de 1924, en medio de una humilde
familia de la Heredia rural de aquella época.
Su padre, Juan Rodríguez, agricultor abnegado, creador de mundos
pequeños, con la madera burda, con el lienzo humilde y pincel, con la piedra
dura y eterna, con sus manos... su madre, América Azofeifa, veinte partos,
entre los que vivieron y no pudieron hacerlo, hasta que en el ultimo entregó la vida.
Los que vivieron recibieron los nombres de José, Amparo, Estelia, Elida, Hernán, Francisco, Carmen, Rosa, Juvenal,
Tino, Benjamín y Lizanias. Sus primeros años estuvieron marcados por
la escucha atenta del hombre a quien más ha admirado toda su vida, cuyas
enseñanzas no se ha cansado jamás de dar a conocer a hijos, nietos y amigos:
su papá Juan. De él escuchó relatos
que para siempre quedaron grabados en su limpia memoria, como la macabra
participación en el rescate de los cuerpos de las víctimas del peor accidente
nacional, como lo fue el descarrilamiento del tren sobre el puente del Rio
Virilla, donde murió gran cantidad de personas. De él aprendió muy temprano la forma correcta
de tomar una herramienta, así como la chispa de un humor siempre a flor de
labios. En aquel trozo de Heredia
rural, en esos cortos años, viviocosas importantes, como cuando caminando
con otros niños les cayó del cielo unos confites y melcochas. ¡Oh, cosa admirable!, que solo ocurre en el
mundo de los niños pequeños, a quienes les está permitido pisar el lado
mágico de la vida. Más tarde
descubrirían, él y sus amigos que el cielo había llovido confites gracias a
las manos generosas de un amigo de su padre, que entre risas contó cómo, desde
lo alto de un pedrusco del cafetal, lanzó a los desprevenidos niños el dulce
y multicolor regalo.
|
|
La casa de Santa Rosa nunca fue de ellos.
La generosidad sin límite de don Rosendo Caballero, le permitió a la
familia Rodríguez Azofeifa vivir en ella 14 años. Era "su" casa, la de los recuerdos, la de
las vivencias que más marcan.
|
|
Fue en un cafetal de por allí cerca donde tuvo lugar la singular cacería
de un apetecido animal. El cazador
experimentado era el papá. Los
ayudantes que harían posible la proeza de atrapar vivo al escurridizo animal,
Lizanías y dos de sus hermanos.
|
|
La cueva estaba en un "peligroso" declive de unos pocos metros (casi lo
era realmente para niños de alrededor de cinco años). Juan, con la habilidad que lo caracterizaba,
había cavado sigiloso una pequeña ventana en la parte alta de la cueva, a fin
de dar una lección a sus pequeños hijos y, por qué no, reírse un poco a costa
de ellos. Alistó una flexible rama
seca y esperó a que sus polluelos estuvieran en posición, un poco más abajo a
la entrada principal de la cueva. Lizanías, un poco más listo que sus despistados hermanos
presintió que algo no andaba del todo bien y se mantuvo más alejado. El escenario era el deseado; los dos
pequeños se colocaron justo frente a la cueva del asustado animal y entonces
la ramita ingresó por el lado opuesto.
De un salto, el armadillo salió sin dar tiempo a que sus despistados
captores tan solo pudiesen pestañear.
Todo ocurrió en una exhalación.
Hernancito y Paco chillaron asustados mientras
caían de espaldas a causa de la embestida del asustado animal. Luego rodaron unos cuantos metros abajo,
mientras su padre reía a más no poder.
A un lado, un sorprendido Lizanias,
comprendiendo de lo que se trataba, poco a poco fue uniéndose a las risas de
su padre. El hecho fue tema de sobre
mesa por algunos días.
|
|
Poco tiempo después del nacimiento del niño Lizanías,
a su padre lo subyugó la idea de convertirse en colono de la Colonia Jiménez,
impulsada por el Gobierno. Eso quedaba
lejos, en la provincia de Limón.
Tierra llena de oscuras leyendas de animales casi gigantescos,
temibles serpientes, pesca y caza abundantes.
A donde solo llegaba un camino, la línea férrea construida por Mr.
Keith, con más de tres meses seguidos de lluvias torrenciales que hacía
gigantescos los ríos y se tragaba enteras las historias de los poco
previsores. De esas lejanas tierras
empezaron a llegar alimentos que podían ser cambiados por dinero y llevar
sustento a la familia. De allá también
empezaron a llegar historias, los aromas y el paisaje. También, qué más da, las pieles de extraños
animales, que habían servido de alimento a Juna. De allá también llegó un día la idea de
dejar Santa Rosa e ir a luchar de frente contra las inclemencias y los
peligros del Atlántico. Se irían los
padres con los más pequeños.
|
|
En el año 1928 don Juan se convirtió oficialmente en colono. Viajó solo para sembrar, limpiar y
construir el rancho donde vivirían. Un
año después, todo estaba listo para que el resto de la familia se
trasladara. Los preparativos fueron
pocos y la nostalgia los invadió, mezclada con cierto temor derivado de
enfrentar lo desconocido. Era febrero
de 1929. Todo estaba listo, los
tiquetes comprados y las maletas hechas.
Los chiquillos, luciendo sus mejores "trapos" desfilaron entre
temerosos y emocionados tras sus padres hasta la estación de tren, que estaba
en el centro de Santo Domingo. Del
maravilloso tren solo conocían por relatos contados de su padre. Era una mole de hierro que como un dragón
feroz resoplaba con fuerza, esa misma fuerza con la que arrastraba infinidad
de carros con personas y con carga de todo tipo. La imaginación de los niños voló cada una
según sus posibilidades, pero inevitablemente bastante alejadas de la
realidad. Sentados inquietos e
impacientes fueron sacudidos por la llegada del tren. La imaginación se había
quedado corta; la impresión fue total y el sentimiento de impaciencia se transformo en fracciones de segundo en horror. La mayoría de los doce buscaron ponerse a
salvo de aquel monstruo de hierro, furioso y terrible. Los conductores del tren pronto
comprendieron lo que ocurría y se tiraron del tren para ir a la caza de los
polluelos esparcidos peligrosamente.
Fue necesario correr y traerlos a la fuerza. Don Juan rió de
buena gana a causa de lo sucedido, aunque para los pequeños no había en todo
aquello nada de gracioso. Por fin
fueron sentados y poco menos que amarrados.
El tren tuvo considerable retraso a causa del inesperado incidente, pero
por fin se puso en marcha rumbo a la aventura.
|
|
El viaje desde Heredia fue épico para el pequeño Lizanías. Nunca había viajado durante tantas
horas. Su corazón palpitaba de
emoción. Aquella era una de esas
aventuras de las que de alguna manera se forma parte mucho antes de estar
realmente allí. Tantas veces se había
dormido en la mesa escuchando de ese lugar que, de algún modo, su joven
espíritu ya había volado allí antes que su cuerpo. Era como si ya conociera aquel lugar; esos
tonos de verde de la tierra cultivada de Cartago, después las vacas, las
gentes. Más adelante, los árboles
corriendo asustados en sentido inverso al tren bullicioso y alegre. El sol empezaba a cansarse de tanto
alumbrar y el viento frío aprovechó para meterse en los rincones de los
vagones.
|
|
En algún momento, a lo largo del sorprendente recorrido apareció
imponente el río Reventazón en el costado derecho del tren, compitiendo con
él. Furioso, oscuro, terrible. La algarabía reinante hasta ahora se mudó en
callada expectación, sigilosa ¿temerosa?,
podría ser. El ahora hacía su recorrido con sigilo, como con cuidado de pisar
en falso. Un poco más allá y a pesar de las medidas, lo infaltable: dos
vagones del final del tren se descarrilaron. La velocidad era tan poca que no
hubo mayores problemas. El tren detuvo su cansino andar y muchos trabajadores,
cubiertos de barro, con pesadas herramientas lograron que los vagones se
subieran de nuevo a los rieles. Por fin llegó la hora de vencer al coloso,
pasándole por encima sin temor; habían llegado a Las Juntas. Luego Siquirres,
lleno de risas blancas, pati pati,
pan bon, pan bon, bofe con yuca, cajetas, pescado. ¡Que gente más bulliciosa
y alegre! ¡Qué comida deliciosa la que ofrecían! Algo de aquello probó el
niño Lizanías y empezó a ser limonense por dentro.
|
|
La llegada a Jiménez estuvo marcada por la más densa oscuridad, una
llovizna húmeda y muy pocas personas que bajaron del cansado tren,
desaparecieron después de un "hasta otro día, don Juan y suerte". Hubo que cargar, cada quien según sus
fueras. Había que hacer más de un
kilómetro hasta el rancho en media parcela.
Fue necesario encender la carbura.
Su luz blanca inundó de claridad el trillo, por lo menos para los
primeros. Los de atrás seguían a
oscuras los pasos de los demás. Un
"las culebras están durmiendo" tranquilizó a la tropa, aun cuando el padre
sabía que era la hora en que las serpientes son más peligrosas. No hubo ánimo para inspeccionar el gran
rancho. El cansancio y el hambre
pudieron más.
|
|
El paisaje en aquel remoto Jiménez que ahora constituía su hogar era por
entero diferente al de Santa Rosa de Santo Domingo. No obstante, la exuberante vegetación y la
riqueza de posibilidades que ofrecía aquella tierra húmeda muy pronto
permitió que Lizanías y su familia echaran
abundantes y duraderas raíces. Los
primeros días fueron para explorar la vasta propiedad. Quince manzanas excedían en mucho al octavo
de manzana donde vivían en Heredia. Su
padre, siempre agricultor, allá tenía que alquilar terrenos para hacer lo que
tanto le gustaba, sembrar. Aquí, en
cambio, había terreno de sobra para sembrar muchas cosas, por lo que toda la
familia empezó a experimentar la labranza.
Los más pequeños, en pequeñas porciones de tierra cerca del rancho;
los más grandes, en terrenitos de regular extensión que don Juan permitía
acondicionar, sin esperar demasiado de sus entusiastas hijos, que cuando
veían una serpiente corrían horrorizados hacia el rancho, con la firme
promesa de abandonar el cultivo. Por
dicha estos incidentes sirvieron para reír por las tardes, después de la
cena, a la luz de una canfinera y nunca para llorar
por una desgracia.
|
|
De la infancia de Lizanias en Jiménez, los
episodios más entrañables los constituían las tertulias de la noche, en un
alero del rancho, cuando su padre tocaba la guitarra y cantaba con amigos y
los chiquillos escuchaban prudentes, sin intervenir, hasta que desde la
cocina llegaba la ronda de chocolate caliente y algo más. Don Juan poseía mucho oído musical y gran
habilidad para construir instrumentos pequeños, como flautas de madera,
maracas, marimbas. Tocaba bastante
bien todos estos instrumentos, así como el acordeón y la mandolina. Algo de todo esto fue heredado por el
pequeño Lizanias, principalmente su oído musical.
|
|
Relacionado con la música, la visita causal de un hombre humilde y
talentoso, que por esos días andaba trabajando en la corta de caña, quedo
grabada en su memoria. Se trato de Antonio Meléndez, guitarrista empírico de
singular talento. Era un día por la
tarde. Llego a saludar a don Juan, a
quien conocía desde antes, cuando ambos vivían en Heredia. Pidió agua y pidió también la guitarra de
don Juan. En esa ocasión interpretó
una marcha militar que dejo asombrado al joven Lizanias,
pues no solo llevaba la difícil melodía con gran precisión, sino que,
utilizando para ello la caja de resonancia de la guitarra, reproducía los
redobles de los tambores militares. Fue una verdadera lección de arte y
humildad. Al tiempo, se supo que Toño
Meléndez fue llevado a México. Con él
iba un muchacho desconocido que le gustaba cantar boleros, con una gran voz;
Gilberto Hernández.
|
|
A esta infancia apacible pertenece uno de los acontecimientos que más lo
marcarían para el resto de la vida. Un
día de julio el día amaneció extraño.
Lloviznaba y hacia un poco de frio.
En realidad el clima era agradable, pero el viento era extrañamente
sostenido desde el norte. Don Juan no dijo
nada de cuanto presentía a su familia, pero ese día no quiso ir a
trabajar. Tal y como se lo imaginó, el
viento fue incrementando su velocidad y fuerza. Entonces sí, se giraron instrucciones
precisas para ubicarse en lugares seguros.
El que la mayoría de los chiquillos escogió fue debajo del piso de la
troja, particularmente fuerte, por estar construida de manu negro. El viento cada vez era más fuerte y los
primeros árboles y ramas empezaron a caer.
El techó del rancho y la troja volaron como
pequeñas briznas. Para entonces la
lluvia era fuerte. Nadie se movio. La orden era salir hasta que el viento
cesara y así se hizo. Los huracanes
eran altamente respetados por don Juan y su esposa. Todo volvioa la
calma pasadas las seis de la tarde. A
esa hora fue necesario medio reparar lo dañado, a fin de preparar algunos
alimentos y acondicionar un lugar medianamente seco para pasar la noche. Al día siguiente, se retomarían los
trabajos más en detalle.
|
|
Un poco tardíamente llego el momento de ir a la escuela. A poco más de kilometro
y medio de distancia estaba el rancho que albergaba a los inquietos
inquilinos. Desde muy pequeño, el niño
Lizanias dio muestras de clara inteligencia, pero
más que eso, de un interés natural por saber, por conocer. Eso lo llevo a aprender rápidamente los
rudimentos de la lectoescritura, que asiduamente ejercitó con lecturas de
todo tipo, es decir, de cuánto era posible acceder en aquellas
circunstancias. Su padre, que apenas
si podía decodificar las palabras, pero era coleccionista de revistas y
periódicos, como Selecciones del Read Digest o algunos diarios importantes de la época,
incluido el Diario Oficial La Gaceta.
|
|
La época de la escuela debió ser combinada con trabajo fuerte. También hubo satisfacciones
inolvidables. Un Ministro de Obras Publicas, León Cortez Castro, había prometido para la
nueva Colonia Jiménez la construcción de "pajas" de agua, pequeños canales de
riego para uso domestico que recorrería
serpenteando las diferentes parcelas.
El contrato de la construcción se otorgo a
David Peralta, quien busco al papá de Lizanias para
que consiguiera los peones y organizara las cuadrillas de paleros. El sería el encargado. La promesa de don León era que las pajas
estarían listas tres días antes de las elecciones presidenciales, en las que
él era candidato, por lo que si la promesa no era cumplida todos estaban
autorizados a no votar por él. El duro
trabajo empezó y avanzo diligentemente; las pajas fueron terminadas tres
meses antes de las elecciones. Por
supuesto, don León recibió todo el apoyo popular. Pero el resto del país también lo respaldó
y gano las elecciones. Poco después
preparó gira para la Colonia Jiménez, obra por la que tanto había
apostado. El objetivo era inaugurar la
red de pajas de agua de los colonos.
El acontecimiento era muy especial; había gran expectación en la
comunidad, que agradecida y sorprendida deseaba ponerse una flor en el ojal
con la recepción. En la escuela se
escogió a los estudiantes más avanzados para que memorizaran una bienvenida
que preparo la maestra para recibir al señor Presidente, de visita por
primera vez en esa zona. Lizanias estuvo entre los elegidos. El discurso era largo, al final del cual
debían inclinarse lentamente hacia adelante mientras a coro decían gracias.
|
|
Por fin llego el anhelado día.
Apostados a un lado de la línea del tren, los pobladores de Jiménez
esperaban cerca de una improvisada tarima. Por fin, en una hora inusual, se oyó el
silbato del tren presidencial. Pronto
estaba frente a ellos un lujoso vagón, del cual empezaron a bajar señores
vestidos de blanco, que constituían la comitiva presidencial. También había en el grupo periodistas con
libretas y plumas y cámaras fotográficas.
Por fin bajo el señor presidente entre nutridos aplausos y pronto se instalo en la tarima.
Los tímidos niños se acercaron y tras una breve introducción de la
maestra dijeron sin errores el saludo de bienvenida. También ellos fueron muy aplaudidos. Después de los discursos, fueron
fotografiados con el Presidente y luego convidados al refrigerio. No se sabe si solo eso se ofreció allí,
pero a los niños lo que se les dio fue mazamorra. Después la comitiva siguió su itinerario.
|
|
Desde el momento en que Lizanias dominó la
lectura dedicó largos ratos a leer historias o noticias a su padre, quien lo
escuchaba con mal escondido orgullo.
Iba conformándose en algo así como su hijo predilecto, pues le ocurría
lo que a todos los padres que ven cumplirse anhelos propios no alcanzados en
sus hijos. Don Juan también era amante
del conocimiento y se mantenía al día con los acontecimientos históricos y
políticos de su país y de más allá. La
disciplina de su hijo, combinada con el interés por aprender lo llevo a
sacrificarse por dominar los contenidos que les daba su esmerada
maestra. Por ejemplo, si previo a un
examen despertaba a cualquier hora de la noche o madrugada, aprovechaba ese
momento para hacer un rápido repaso mental por los contenidos sobre los que
sería examinado al día siguiente. Si
surgía alguna duda, se levantaba y, ayudándose con una canfinera,
revisaba su cuaderno y no volvía a la cama hasta resolver aclarar la
duda. Del clima de la preguerra
mundial en Europa, así como del desenvolvimiento de esta, con los desmanes de
Hitler, su padre supo los detalles gracias a que Lizanias,
le leía los diarios minuciosamente.
Pero las circunstancias en aquella época eran difíciles. Cuando el niño se aprestaba a aprobar su
tercer grado, lleno de ilusión por el grado que cursaría al año siguiente, se
las agencio para ahorrar los céntimos necesarios para adquirir el Libro
Oficial de Cuarto Grado. La aprobación
final del curso obligaba a someterse a un examen oral del Inspector Nacional
del Magisterio. El
fue el único que supo responder a la pregunta: ¿Dónde
es el único lugar en Costa Rica donde cae nieve?: ¡el
cerro de la muerte, por supuesto!
|
|
Llego diciembre. A la vista estaba
la reluciente portada del ¡Libro Oficial de Cuarto Grado! Se lo había ganado, sin duda. Pero, así es la vida... Su padre, con un dolor contenido en el
pecho le comunico que al año siguiente el no iría a la escuela. Era necesario, por su edad y la situación
económica de la familia, que se incorporara a algún trabajo. El niño, con el gran respeto que le tenía a
su padre, solo callo y guardo el libro.
|
|
1937 estuvo marcado por dos grandes acontecimientos. Uno que le proporcionó mucha alegría y
otro, mucha tristeza. El día de la
madre de ese año hizo la Primera Comunión.
Fue un día de fiesta. Sus
padres orgullosos y el resto de su familia compartió
con él. Pero en diciembre habría de
recibir un duro golpe, la muerte de su madre.
Era el embarazo número veinte.
Los dolores de parto iniciaron tímidos, durante algunos días, hasta
que cesaron. Todo parecía ir bien,
pero la muerte del feto hacía estragos silenciosamente en el organismo de
doña América. Cuando la fiebre empezó
a avisar de que algo grave sucedía fue demasiado tarde; también murió. Aquello también lo asimiló con entereza Lizanías.
|
|
Por la zona había varios trapiches que abastecían de dulce de tapa a la
población cercana y un poco más lejana.
A esta última llegaban las tamugas en el tren. A la primera, debía llevarse el dulce al
hombro. Fueron muy útiles las alforjas
de cabuya y los sacos de gangoche. En esta labor se ocupó el pequeño Lizanías. Fueron
tiempos duros, que él enfrentó de buen ánimo; así aprendió desde muy pequeño
que debían enfrentarse ciertas cosas.
En cuanto al trabajo, por más duro que fuera, era cosa de agradecer a
Dios, nunca razón para quejarse.
|
|
El recorrido era largo, muy largo, si se analiza con detenimiento y,
sobre todo si se tiene en cuenta el peso del producto. El punto de partida era el trapiche, a un
kilómetro del centro de Jiménez; el destino más distante, el pueblo de Río
Jiménez de Guácimo, después de hacer un recorrido de unas veinte millas, a
pie por la línea férrea. Distancia que
era necesario recorrer de nuevo de vuelta a casa, con menos, sin el peso de
las tapas de dulce y unos cuantos colones.
En ese trajín comercial no solo era obstáculo la distancia y el peso
de la mercadería, lo era también el factor cultural. Y es que sus clientes eran de origen
jamaicano, que solo hablaban inglés.
Por eso, fue necesario adquirir algunas destrezas mínimas para hacerse
entender. Esa enseñanza estuvo a cargo
de uno de los clientes de por allí cerca, un jamaiquino viejito y
bondadoso. El adiestramiento fue breve
"Cuando salga la señora a ver quién llama, usted pregunta you want dulci?. Entonces
ella le mostrará un número con los dedos, así o así, o le dirá que no".
|
|
No solo a Río Jiménez fueron Lizanias y sus
hermanos a vender. También fueron a
Punta del Riel, a unas diez millas de distancia. Allí vendieron pejibayes, café y cacao en
la finca Abundio Seco.
|
|
Había que trabajar duro, era cierto, pero también había espacio para la
diversión. Esta estaba ligada a la
pesca y la caza, principalmente.
Sobran anécdotas alrededor de estas actividades. En una ocasión, su hermano mayor accedió a
que lo acompañara. Las advertencias
fueron abundantes. Lizanias las acató sumiso, a
sabiendas de que eran excesivas. Su
hermano mayor, no habituado a la vida en la selva, era temeroso y torpe, lo
que siempre incidía en el fracaso de sus empresas de caza. En esta ocasión se llevó una pesada
escopeta guápil, calibre doce. Le
permitió a su hermano que se quedara pescando en una poza, mientras él
buscaba en la parte alta alguna presa.
Lizanias llevaba consigo una "cuerda" hecha
de "vena" de banano, en cuyo extremo se sujetaba un clavo doblado, en vez de
anzuelo. Se acercó a la poza y lanzó
el anzuelo con la respetiva lombriz.
Poco espero cuando vio acercarse cauteloso un guapote enorme, color
azulado y con giba. La emoción casi le
hace soltar la tira de banano. Toda su
majestuosidad parecía lucirse haciéndose de rogar, hasta que finalmente se
acercó decidido a la lombriz que se movía moribunda ensartada en el
clavo. El momento era único, la
felicidad tenía forma de susto. De
pronto, ese universo maravilloso se rompió de la manera más abrupta: un
enorme estruendo producido por la caída de un cuerpo enorme en medio de la
poza hizo desaparecer el pez. Lizanías, creyendo que se trataba de una danta, animal
que suele tirarse al río ante la presencia de alguna amenaza, empezó a gritar
a más no poder: "¡Chepe, Chepe, una danta! con el fin de que su hermano se
acercara con el arma. Pero la voz de
Chepe medio le contestó con un llamado de auxilio desde el centro de la poza:
"¡Ayúdame, idiota, que danta ni qué nada!, ¿no ves
que casi me mato?". El disgusto
de la fallida pesca fue sustituido por una carcajada a costa de su torpe
hermano. Luego supo que las excesivas
previsiones de su hermano que creía ver animales donde no los había, lo había
llevado a caminar mirando a la copa de los arboles,
sin percatarse que bajo sus pies el terreno se terminaba para dar lugar al
vacío, tres metros por encima de la poza.
|
|
Otro episodio digno de ser contado fue el de la cacería de
tepezcuintes. Efectivamente, esos
animalitos estaban visitando un racimo de bananos maduros que estaba escasos
cuarenta metros del rancho donde vivían.
Chepe ideó el atinado plan de construir un "tabanco", especie de
andamio sostenido por varas largas, sobre el cual los cazadores esperaban sin
ser detectados a sus presas, para disparar fácilmente sobre ellas. Debía reconocerse que la idea era
buena. Así lo dictaba el protocolo de
cazadores experimentados. El punto
débil del plan era que el tabanco lo construiría el propio Chepe, inhábil
para dichos menesteres. Don Juan, a
quien se le comunicó la idea, la aprobó y dejó que su hijo la concretara en
todos los extremos. Como siempre, solo
le facilitó la escopeta guápil, calibre doce, cargada con tiros de balines,
pues con dichos tiros era difícil fallar, aun a larga distancia.
|
|
El tabanco fue construido con esmero, eso sí, por parte de Chepe. Don Juan se limitó a verlo de largo y no
dijo nada. Aun a esa distancia le
quedaron algunas dudas, pero prefirió callar.
Llegó la noche. Don Juan no se
guardó la pregunta: "¿te aguantará ese tabanco?" Y la respuesta casi fue una réplica
altanera: "ese tabanco aguanta bien diez hombres..." Como lo atemorizaba un poco la oscuridad de
la noche, Chepe le propuso a Lizanias que lo
acompañara. A Pesar de ser bastante
menor que él, la compañía de su hermano le daba seguridad. Los alardes del cazador no se hicieron
esperar: ¡si son varios los que llegan, con un tiro de la guápil puedo matar
dos o tres!". Don Juan calló
prudente. Solo atinó a dar una
recomendación general "tengan cuidado".
Los dos hermanos se dirigieron al puesto de vigilancia. Primero subió Lizanías. La estructura hecha de varas amarradas con
bejuco crujió normalmente.
|
|
Después fue el turno de Chepe. La
estructura soportó con unos pocos quejidos.
Apagaron la lámpara de carburo y esperaron pacientemente. Habían transcurrido unos treinta minutos
cuando un ruido característico de rápidas pisadas sobre las hojas los
alertó. Se pusieron en marcha las
estrategias del plan. Primeramente,
evitar todo ruido. Así, en silencio,
debían preparar la escopeta y encender la lámpara. Luego Lizanias
bajaría lentamente la luz por sobre el hombro de su hermano, que tendría en
dirección a donde se encontraba el racimo la escopeta y finalmente, ¡saz!, el
escopetazo. Todo se fue haciendo
correctamente. Pero era necesario
acomodarse mejor. Los brillantes ojos
de una pareja de tepezcuintes casi no se movían, mientras devoraban los
bananos maduros del racimo. A ambos
los embargó una emoción indescriptible.
Chepe, ya con la luz, consideró que la posición favorecía un buen
tiro. Sabia de sus limitaciones y
quiso eliminar cualquier posibilidad de fracaso. Le susurró a su hermano: "vamos a corrernos
un poquito, no quiero fallar este tiro".
"¿Y si nos caemos?", contestó dudando su hermano. "¡No seas tonto, esto está hecho para diez
hombres!". "Bueno". Efectivamente, se corrieron un poco en dirección
a los animales, que comían ignorantes del peligro que corrían. El arma se elevó lentamente, con el
movimiento de los brazos temblorosos del cazador. El cañón estaba a escasos cuatro metros de
los tepezcuintes. Lizanías
consideraba excesivo el tiempo que su hermano tardaba. Un ruido desde la estructura puso nerviosos
a los animales, que detuvieron su festín unos segundos, para volver a él
rápidamente. El dedo del cazador ya
apretaba temeroso el gatillo, pero el disparo no llegó a darse. La endeble estructura cedió al peso de
ambos hermanos y lenta pero decididamente se precipitó con sus ocupantes en
dirección a los desprevenidos animales, que pese a eso, lograron salvar su
vida saltando en el último momento, justo antes de que el tabanco cayera
pesadamente con sus ocupantes sobre el racimo de banano maduro. La escopeta dejó escapar su mortal obús en
dirección al lodo, fracciones de segundo antes de quedar en él enterrados los
cañones hasta la mitad. En la
confusión, la lámpara cayó lejos y se apagó.
En medio de la oscuridad, Chepe, urgido por la responsabilidad de
hermano mayor, buscaba manoteando en el barro a su hermano, que ya se había
levantado. Pronto llegó don Juan,
seriamente preocupado, quien al comprobar que nada grave había ocurrido y que
tan solo era lo que sospechaba no pudo contener la risa, mientras su hijo
mayor maldecía a los inocentes animales.
|
|
Lizanías había cumplido 17 años. Las fuentes de trabajo por aquel entonces
no eran abundantes. Por eso, cuando
supo que unos señores nicaragüenses, pequeños empresarios del hule, necesitaban
a un ayudante para irse a la montaña, se entusiasmó. Lo comunicó a sus padres y poco después
alforja al hombro seguía los pasos de aquellos hombres rumbo a los húmedos y
oscuros bosques de la Barra de Parismina. Isabel Víctor (Chavelo)
y su hijo Gabriel, Eusebio Hernández (Cheo) eran los experimentados empresarios
nicaragüenses que además de su oficio de huleros, trasmitían conocimientos
para la vida. Un poco de eso encontró
don Juan para finalmente autorizar a su hijo la marcha. El grupo entró por Rio Jiménez utilizando
la parte navegable de los ríos que corren allí juntos. Entrar a la selva virgen fue una
experiencia única para el jovenzuelo, que solo callaba y escuchaba. En la selva armaban campamentos para desde
ahí desplegarse en búsqueda de los árboles de hule. Eran enormes tales árboles. Los picadores debían colocarse espolones de
metal en sus pies, gracias a los cuales subían con relativa facilidad hasta
donde terminaba el cañón principal, para empezar a herir al árbol de arriba
abajo. El trabajo de Lizanías era colocar las latas para recoger la leche de
hule, trasladar el líquido hasta los moldes cavados en la tierra dura y
agregarles el bejuco que haría endurecer el hule rápidamente. Los enormes "quesos" de hule se iban
acumulando en el campamento y trasladados en bote. El destino final de dicho hule era
Nicaragua, donde por aquella época había una importante industria de
fabricación de capas, pantalones y otros accesorios de uso corriente.
|
|
De lo más sorprendente para el joven Lizanias
fue el encuentro con animales salvajes nada acostumbrados a la presencia
humana, por lo que no huían como era de esperar. Entre ellos estaban algunos que
constituyeron parte de la dieta, como pavones, pavas, tepezcuintes y
cariblancos (chancos de monte). Con
los monos cara blanca, se establecieron verdaderas batallas campales, pues
los astutos animales solían boicotear la preparación de la comida arrojando
hojas, palos y excremento. Lizanías tuvo la oportunidad por primera vez de matar un
animal un poco por defenderse. Cheo se
encontraba subido en un árbol de hule.
Abajo Lizanias se aprestaba a realizar la
parte del trabajo que le correspondía, ignorante de que a sus espaldas un
zaíno mañoso se acercaba con no muy buenas intenciones. Del árbol llegó la advertencia: "te va
morder animal". Lizanías
tuvo tiempo de voltear y tomar el arma que siempre estaba al alcance y sin
pensarlo dos veces disparó. Esa noche
comieron zaíno asado.
|
|
La primera gira con los huleros tardó tres meses. Cuando el joven Lizanías
regresó a casa de su familiar, lucia más delgado que como se fue y con el
pelo considerablemente largo, lo cual generó presión para que su padre
quisiera impedir una nueva expedición.
Aun así se dieron otras, igualmente largas y trabajosas. El muchacho aprendió mucho de aquellos
buenos hombres, que además de enseñarle el oficio. Le aconsejaban para que fuese una persona
de bien.
|
|
El tiempo fue pasando entre trabajo y anécdotas de Chepe el cazador,
principalmente. En una ocasión,
habiéndose casado Chepe, encontrábase Lizanías en el rancho de su cuñada, dándole un
recado. Estaban bajo el alero, cercano
a la cocina. En eso observan como un
hermoso venado caminaba entre el rancho y la calle. Hermoso espectáculo aquel. Pero, ¡oh, tragedia!, Chepe caminaba como a
treinta metros abajo, por la propiedad al otro lado de la calle. Apuntaba con la guápil doce al venado, que
en ese momento hacía línea reta entre el arma a punto de dispararse y el
rancho. No fue necesario pensar en lo
que era necesario hacer, literalmente se lanzaron a la cocina. Fracciones de segundo después se oyó el
disparo. Los astillones de balsa de
que estaba hecha la cocina volaron en pedazos y el impacto en varias ollas
que allí estaban colgadas creó un ambiente de caos. No hubo heridos, si siquiera el suertudo
venado, solo cuantiosos daños materiales, a juzgar por las pertenencias que tenia la pareja entonces.
|
|
La familia de Lizanías no se mantuvo al margen
de la política. Los hechos más
relevantes los suscitaron las suspicacias que surgieron entre los ulatistas y los calderonistas,
que poco después crearía las condiciones para que se diera la revolución de
1948. Lizanías
no participó directamente en los hechos que marcaron ese período de la
historia costarricense. Sin embargo,
la situación si afectó directamente a su hermano Chepe, que era proclive a la
vida pública, a la expresión de sus simpatías y a defenderlas, si era
necesario a golpes. Aquellos fueron
tiempos llenos de tensión, sin embargo Lizanias
estaba claro que habían prioridades dadas por las
necesidades económicas. En medio de
todo, era necesario seguir trabajando.
A pesar de eso, a partir de esos acontecimientos y por influencia
directa de su padre, él fue liberacionista a ultranza, apasionado.
|
|
El tiempo pasó. Murió también su
hermano Benjamín; mal manejo de una fiebre, decían. La cosa es que perdió a un buen hermano, ya
grande. Distintos trabajos fue
necesario desempeñar. Duros trabajos y
mal pagados. Fue durante la época en
que trabajaba como cortador de caña en los cañales
de los Montero, cuando conoció a Carmen, de quien luego supo que se
llamaba en realidad Ana María. Se
conocieron, se hablaron, se entendieron.
Fueron novios nueve meses y se casaron en 1951. Fue necesario construir un rancho, su
rancho, para la nueva familia. En ese
rancho nacerían Ana, Juan Lizanías y la otra Ana,
la que vivio. A esas alturas, la rutina familiar era
parecida a la de hacía muchos años. Su
padre, que se había conseguido a Lola como compañera sentimental, seguía
trabajando, pintando, haciendo instrumentos, pasándola bien. Cantando en el corredor de la casa (hacia tiempo había dejado de ser rancho). A esa dinámica se incorporaba algunas
noches la nueva familia.
|
|
Por aquella época, para trabajar había que hacerlo en unos terrenos
ubicados a diez kilómetros, San Luis, Maquengal. Esa distancia la recorría de madrugada Lizanías. Allí
adquirió un terreno de tierra fértil, aunque tal vez muy húmeda. Más adelante surgió la posibilidad de
comprar un terrenito pequeño más afuera, en Anita Grande, de una hectárea a
orillas del río Jiménez, fresco y generoso en el verano; violento y terrible,
en el invierno. No tenía la cantidad
de dinero que costaba el terreno, pero era posible conseguirla. La consiguió, doscientos colones. La tierra fue de él. Llegó un hijo más, Luis Alberto. Era momento de independizarse aun más. Los
vecinos le ayudaron con tablas y latas, así pudo construir su primera casa,
casa de alto, con pila y cocina por debajo; baranda y escalera externa. En esa casa nacieron Aída Luz, Alicia,
Marvin de Jesús, Brígida María y Giovanni.
En aquella casa vivieron una buena temporada y muchos recuerdos están
ligados a ella. La crecida descomunal
a finales de los años sesenta, del río Jiménez, que transformó el paisaje,
convirtiéndolo en un playón extenso de piedras limpias y golpeadas. Fue necesario reubicar los abrevaderos, los
lavaderos, las pozas. Con el paso del
tiempo, la vegetación volvioa recuperar su espacio. El trabajo variaba; chapeas, siembras;
ajenas por un mísero salario, que alcazaba gracias a una estricta práctica de
austeridad. El rio generosos daba el
toque especial a la dieta: guapotes, bobos, barbudos, machacas.
|
|
El terrenito era pequeño. Desde el
principio, doña Carmen logró que se destinara a albergar una vaquita y a su
ternero. La leche formó parte de la
dieta, principalmente de los pequeños, que bebieron con frecuencia al pie de
la vaca. A Lizanías
no le gustaban los animales. Nunca le
gustaron. Quizás porque nunca formaron
parte de su vida durante su niñez, ni luego tampoco. Pero los toleró. A eso lo enseñó su esposa, que hasta donde
pudo resguardó ese espacio. Ligada a
esta parte de la historia está un episodio doloroso imputable a ese señor que
la vida en muchas ocasiones lo mostró insensible. Una temporada particularmente difícil desde
el punto de vista económico obligó a Lizanias a
endeudarse con comida. La deuda con
don Beto fue creciendo peligrosamente, hasta que se tomó la decisión de pagar
con la vaquita. Nadie en la casa dijo
nada, no se opusieron, aunque lloraron dolorosamente la drástica decisión.
|
|
El potrero sirviotambién
para que Lizanías, siendo ya un hombre maduro,
ensayara correr detrás de un balón de fútbol.
A pesar de no haberlo hecho jamás, llegó a dominar alguna
técnica. Al final de las tardes
veraniegas llegaban los vecinos y se armaban las mejengas, que en más de una
ocasión dejaban algún herido; había demasiados troncos en el potrero.
|
|
Conforme los chiquillos fueron creciendo, tuvieron que ir a la
escuela. Ellos sí podrían pasar de
tercer grado. Los primeros, venciendo
largas distancias, yendo descalzos a la escuela, aprendiendo
asiduamente. Pero había que compartir
el estudio con trabajo, entre otras cosas para aprender. Esta situación llevó a los niños a tener
experiencias muy importantes, siempre ligadas a enfrentar situaciones que
ofrecían las condiciones de aquel lugar.
Una de estas experiencias inolvidables la vivioLuis
Alberto. Caminaba detrás de su padre,
entusiasmado. En eso, se escuchó un
ligero grito de su perro. Pensaron que
algo no andaba bien. Se devolvieron y
comprobaron que en efecto había ocurrido algo terrible. Una enorme serpiente había mordido al
desprevenido y fiel animal. Alrededor
del peludo cuerpo varios anillos de la serpiente completaban la tarea de
matar al perro, para luego engullirlo.
Sin pensarlo, Lizanías descargó un solo
golpe con su afilado machete, produciendo una herida mortal en la
culebra. Esperaron un rato para
comprobar que moriría y luego, con ayuda de su hijo, la arrastró hasta una
oscura cueva que sirviode tumba para ambos animales.
|
|
Otra aventura en la que también se vio involucrado el pequeño Luis, tuvo
como protagonista una serpiente terciopelo.
A su hermana Ana la mandaron a lavar una cazuela de maíz cocido en el
río. A Luis se le encargó simplemente
que acompañara a su hermana. Eran como
las cuatro de la tarde. Su hermana
realizaba su tarea, mientras Luis permanecía de cuclillas. En eso sintió que algo golpeó suavemente su
pantalón. Eso ocurrió más de una vez,
hasta que el niño volteó para ver lo que lo ocasionaba. A escaso un metro de donde estaba, una
enorme serpiente se disponía a atacar.
La voz le salía apenas audible, por lo que su hermana no le
atendía. Fue necesario sacar fuerzas
de flaqueza y hacerse entender por su hermana, que malhumorada volteó por
fin. Esto fue suficiente para que
lanzara un alarido de terror, tirara la cazuela de maíz y saliera corriendo
rumbo a la casa. Luis corrió detrás,
solicitando a su padre que fuera a matar la serpiente. Tampoco él creyó la historia al
principio. A regañadientes tomó el
machete y el rifle 22 y fue mientras decía "a una lombriz le tienen ustedes
miedo". Al llegar la terciopelo se
echó al agua y apenas podía verla al otro lado. Ya oscurecía y era necesario eliminar el
peligro que representaba una serpiente de ese tamaño en ese lugar. Mandó traer un foco para ayudarse y
alumbrándose incómodamente disparó a lo que creía era la cabeza del
animal. Acertó. Se trataba de una terciopelo de unos tres
metros.
|
|
La casa de alto fue deteriorándose por la mala calidad de las
maderas. También, la cantidad de hijos
había hecho colapsar la capacidad de la vieja casa. Era necesario construir una nueva, pero no
había dinero. Trazó un plan:
alquilaría una buena extensión de tierra y haría una buena milpa. Por aquella época el Gobierno compraba todo
el maíz que se produjera, por lo que la venta a un precio razonable estaba
asegurada. El plan se puso en
marcha. El maíz creció hermoso,
perfumando con su aroma muchos metros a la redonda. Simultáneamente, fue haciendo
negociaciones: con el cura párroco de guápiles negoció el techo de aluminio
de la casa cural vieja, unas puertas de cedro amargo y algunas piezas de manú negro. Por
fin se dieron las condiciones. La
milpa cosechó generosa, el precio fue bueno y el dinero alcanzó para la
mayoría de los materiales. Piso de
concreto en la cocina y todo lo demás de madera. Siete pequeños cuartos darían mayor
comodidad a los hijos. Se compró el
material y se contrató a los carpinteros: Arnoldo y Culin. Hasta los niños colaboraron. Colaboró también su cuñado Benjamín. La casa se levantó majestuosa; doce por
doce metros. La más grande del
pueblo. La pintaron de color verde_celeste.
Realmente hermosa y "para siempre", dijo don Lizanías,
a quien le gustaba hacer las cosas bien hechas. Era 1973.
La inscripción de esa fecha se hizo con un clavo sobre el concreto
recién "chorreado" de la grada frontal por uno de los hijos menores.
|
|
Agradecido con la vida, Lizanías siempre estuvo
dispuesto a servir a la comunidad. Con
un grupo de amigos conformó la primera asociación de desarrollo para llevar
progreso a su comunidad. Asimismo, en
la iglesia. Siempre fue tesorero, por
su reconocida honestidad. Enseño a sus
hijos a no dejarse un único céntimo que no fueran suyos, a guardar hasta la
aparición de su dueño cualquier dinero encontrado en media calle, como él
mismo lo hacía.
|
|
Entre las obras comunales más importantes que participó, estuvo la
construcción del templo de madera. Con
madera del enorme cedro que creció a orillas del río, propiedad suya. También mas
adelante, la construcción del salón comunal, el cual iniciaron con más
entusiasmo que conocimiento. Llegado
el material para su construcción, empezaron a pegar bloques a diestra y
siniestra, hasta que alguien advirtió que se les había olvidado dejar los
espacios de las puertas. No se
hicieron esperar las risas de aquellos hombres honrados y generosos.
|
|
En la nueva casa, un proco más cómodamente, la vida continuó su paso
lento y gratificante. El trabajo duro,
en tierra ajena, al menos no cesó.
Pobremente se siguió viviendo, los hijos, creciendo, aprendiendo. Las noches cercanas a la Navidad y al fin
de año eran condimentadas por la visita de miembros de la familia o bien,
vecinos que pocas veces veían. Como
doña Chela y su esposo, músico insigne, que pasaba la mayor parte del tiempo
en Cartago y visitaba para épocas especiales.
En medio de la noche cantaba, tocaba aquel señor. En medio de ellos el hijo último, el más
pequeño, se alimentaba de sensibilidad musical. Ese hijo de quien el abuelo Juan dudo al
nacer, por ser demasiado pálido, pero que a la postre sería el que mejor
heredaría su talento musical. Cosas de
la vida. De él no quiso ser padrino el
abuelo y hubo que buscar entre los amigos, Don Tulio y doña Gloria llevaron
gustosos al pequeño. Con el tiempo
llegó el agua potable al pueblo y después la luz eléctrica, la cual compraban
a don Arturo, que la producía con motores de diesel.
|
|
Ese hijo menor también aprendió una sensibilidad especial por el
sufrimiento de las criaturas, fueran estas animales o personas. Todo esto lo alimentó con el catecismo de
Don Abel Brenes, el ciego, y las enseñanzas de su madre. En cierta ocasión iba el chiquillo al
catecismo y de lejos observó que un grupo de niños se arremolinaba en torno a
algo que había en un galerón de vender granizados. Al acercarse más, advirtió que se trataba
de un anciano de quien los niños se burlaban y a quien le tiraban pequeñas
piedras y arena para congraciarse con su enojo inofensivo. Giovanni se devolviocorriendo
hasta su casa y no dudó en plantear una idea absoluta en torno a la situación
observada: "traigamos al viejito a vivir a la casa". El planteamiento lo hizo a su madre, que
compartía con él la sensibilidad demostrada, pero que quiso mostrarse
prudente y esperar el criterio de Lizanias. Al fin llegó y su hijo menor le planteó con
sencillez y vehemencia la situación, así como lo que consideraba la
solución. El padre permaneció un breve
instante en silencio, para inmediatamente decir con sabiduría un "si". Fue así como don Amado, llegó a vivir a la
casa de los Rodríguez León. Era un anciano que no supo decir de sí si
tenía familia o no. Tenía unos ochenta
y tantos años y padecía desnutrición.
Poco a poco, la vida saludable de aquel humilde pero generoso hogar
hizo que mejorara su condicion. Con el tiempo, tomaba el hacha para ir por
leña, a fin de retribuir la ayuda recibida, según manifestó en algún
momento. Al final de sus días, Lizanías logró que el cura de la parroquia lo
asilara. Allí enfermó y murió.
|
|
Lizanías continuó trabajando muchos años más. A los ochenta, cegado el ojo izquierdo por
las cataratas, se jactaba de no haber tenido nunca vacaciones. "El que sufre desempleo es porque es vago",
decía. Y él era la prueba de ello,
pues nunca estuvo más de una semana desempleado. "Al buen trabajador nunca la falta donde
trabajar". Por fin sus hijos lo
convencieron de no trabajar más. Desde
entonces se dedica a cuidar las gallinas que su esposa no puede, por su
enfermedad y a sembrar alguna que otra cosilla en el terreno que ya heredó a
sus hijos. Sigue, como en su juventud,
leyendo y leyendo. Vive junto a su
esposa y un nieto en la vieja casa de 1973, que todavía luce la gallardía que
la caracterizó. Por no perder la
costumbre del ejercicio con machete y hacha, camina diariamente un par de
horas, con la misma disciplina que durante sus ochenta y cuatro años le ha
dado tantos frutos.
|
|
|
Incie su sesión:
Puede ingresar al portal de Centro de conservación Patrimonio Cultural por medio de nuestras diferentes opciones.
¡Unirse ahora!
Haga clic
para usar su correo electrónico y contraseña y crear una cuenta
de usuario »
Haga clic
para usar su certificado digital y crear una cuenta
de usuario »
|