|
|
|
|
El monocordio prodigioso
|
|
Sr. Mario
Granados Céspedes
|
Limón, Limón.
|
|
A aquella hora de la mañana, con el afán
ruidoso cotidiano despertaba el puerto.
Desde muy temprano, sus calles se convertían en un hervidero de
estropicio y bochorno que aturdía los sentidos.
|
|
Gente abriéndose paso a empellones,
pregoneros estentóreos y buhoneros frenéticos, en su lucha perenne por ganar
espacios en una ciudad trastornada.
Los escasos momentos apacibles se veían interrumpidos por bochinches y
altercados en garitos y prostíbulos, especialmente. Borrachos embrutecidos por los alrededores
del mercado trenzados en disputas y reyertas.
Barullo y escándalo desenfrenado.
|
|
Entre aquel contraste de algarabía, vida
y zarpazos, transcurría el tiempo.
Limón era un puerto con arrestos de ciudad, donde el milagro del
mestizaje se fue prolongando tal vez sin darnos cuenta. Hubo un tiempo en que no llegaban barcos, y
la gente lo tomo con indiferencia.
|
|
De las abastecerías improvisadas con
bandejas extendidas en las aceras, se desprenden los olores de las fuentes
cargadas de fritadas, sartenes y calderos con pescado que venden las madamas
jamaicanas. Trajín alborotador y
bullanguero, monótono y repetido. Todo
es lo mismo, un año y otro año. Al parecer,
ningún acontecimiento, ni siquiera un prodigio, transforma este modo de
vida. El tropel de ruidos seguía. Y apenas perceptible, a lo lejos, se oía un
tren partir.
|
|
La mañana avanzaba. Fatigado al fin, me dispuse a marcharme de
la esquina donde me había detenido sin ningún propósito, cuando de pronto
apareció ante mí la figura de un hombre extraño, taciturno y con el semblante
apagado. Parecía atrapado por una
paranoia. Era alto y de contextura
delgada. Su barba le daba un aire de
profeta. Tenía una mirada serena. Su apariencia era la de un ermitaño
errante.
|
|
Me llamó la atención su vestidura
estrafalaria. Llevaba un pantalón
oscuro remangado y mugriento. Le
colgaban unos envases herrumbrados, unas cajas de cartón y unas láminas plásticas. La camisa está hecha de retazos y en
trizas, que se agitaban como banderines al viento. Como anudada en la cabeza, una gorra raída
y ridícula. Lucia
una armazón de anteojos de color rosado, que le daba un aspecto de
comicidad. "Nada _me dije_ este es un zulu". Después
pensé que debía ser uno de los que nunca regresaron a su tierra.
|
|
El examen minucioso continuó. Disimuladamente observe que sostenía en una
de sus manos una especie de arco tubular con la apariencia, por su
elasticidad, de un arma que sirve para disparar flechas, puesto que llevaba
un rústico cordel atado en ambos extremos.
También me pareció que aquel extraño objeto podía ser un monocordio,
un instrumento medieval ya desaparecido.
|
|
Se detuvo ante la puerta de un bazar que
se hallaba abarrotado de parroquianos.
En ese sitio permaneció imperturbable, con su mirada inexpresiva. Esbozaba, eso sí, una leve sonrisa. Parecía, pese a lo desaliñado de su
aspecto, un hombre feliz, sin apremios.
|
|
Un rato después, los del bazar pusieron
a funcionar un enorme aparato de música ensordecedor, para animar a clientes
y transeúntes. El alucinado, al oír
aquel raudal sonoro, se sublimo de repente.
Permaneció así en un trance evanescente.
|
|
La música cadenciosa, rítmica y
acompasada, transportó al alucinado hasta la región del delirio: "Morena de
caderas cimbreantes /me estrujas el corazón / al retumbar los tambores..."
|
|
Aquel hombre no era más que una sombra
perseguida por la música. Tenía el
alma aturdida. Ya había asumido el porte
de los ejecutantes. Tomando el arco
metálico con su cordel como única cuerda, y empezó a balancearse
rítmicamente. Dejó que la música, como
un vendaval, lo arrastrara. Con un
inefable movimiento de manos y de destreza digital, pulsaba el bordón de su
instrumento imaginario: "Tus encantos me arrebatan /en noche clara y serena/
mujer eres lumbre encendida..."
|
|
Aquel sublime paranoico estaba en el
umbral del arrobamiento. De vez en
cuando inclinaba la cabeza sobre el arco, como para comprobar la entonación,
y la limpieza de los acordes de aquel artefacto. La gente empezó a congregarse a su
alrededor entusiasmada. Y él seguía
haciendo maravillas con sus dedos de prestidigitador. Se detenía en el contrapunto de la
expresividad melódica, para luego reanudar su acompañamiento con un brío
majestuoso que arrancaba aplausos.
|
|
Ya estaba a punto de concluir aquel
insólito concierto. Una multitud
asombrosa se arremolinaba interrumpiendo el paso de los carretones tirados
por caballos. Cesó el bullicio y los
tropeles. Se hizo un profundo silencio
para escuchar las ultimas estrofas de la pegajosa y cadenciosa canción y
admirar la destreza de aquel extravagante exponente: "Me llena de pena
/amarte cuando llega la alborada/ negra hecha de fuego con sonrisa enamorada".
|
|
Un aplauso rotundo, definitivo y
prolongado, remató aquel acontecimiento.
La figura magistral -decían las gentes_ había sido el
percusionista. Empezaron las
conjeturas y las especulaciones.
Algunos más atrevidos hacían afirmaciones de toda índole: Siempre fue
un magnifico músico. Llego a tocar con
la gran orquesta de Johnny Steel; llego a integrar la orquesta "River Side". Y seguía la hipérbole al infinito en medio
de la euforia.
|
|
Una cosa si es cierta, _y en eso
convinimos todos_ y lo dijimos por convencimiento: todos escuchamos
perfectamente el bordón diáfanamente del instrumento de aquel errante que
había perdido la razón.
|
|