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Una vela sin angelito

 

Sra. Ana María Elizondo Fallas.

Amen.

Dota.

 

Tuve la dicha de nacer en Santa María de Dota, pueblo amado que llevaré por siempre en mi corazón.  Allí crecí, hice mis estudios primarios y viví parte de mi adolescencia.  Al finalizar la década de los cuarentas, tenía yo ocho agostos, vivía con mis padres y ocho de mis hermanos a unos doscientos metros de la casa de mi abuelita materna, proximidad que promovía mis asiduas visitas a su residencia y hasta la consideraba una extensión de mi hogar.  En esa época, trabajaba donde abuelita como ayudante de oficios domésticos, una joven llamada Carmen procedente de La Cima de Dota, cuya edad no preciso, de baja estatura, con leve sobrepeso, cabello castaño, largo y lacio, recogido con una cinta a manera de "cola de caballo", piel morena y tostada, ojos pequeños y negros; se vestía con la mayor modestia y pulcritud: enaguas largas y holgadas, cotonas con cuello hasta la barbilla y mangas hasta la muñeca; se cubría su vestimenta con un vaporoso y engomado delantal.  Los zapatos eran de uso estrictamente dominical o para las festividades eclesiásticas.  Más que hablar musitaba, con la cabeza de medio lado y con los ojos mirando hacia el suelo, porte que adquiría especialmente, cuando se dirigía a su jefe o a algunas personas mayores de cierta categoría.

 

Carmencita todas las noches rezaba el Santo Rosario, el Trisagio y muchas novenas dirigidas a diferentes santos, cuyas peticiones según mi criterio iban desde la oportunidad de llegar a ser monjita hasta conseguir marido, ¡claro!, si no se daba la primera opción, pues se consideraba en esos tiempos la ruta más directa para que una "niña" llegara al cielo.   Como si fuera poco, asistía a misa los domingos como lo dicta la Santa Madre Iglesia y a otros rituales solemnes que se celebraban en el templo.  No salía del sitio de su trabajo sin previa autorización de su ama y antes del anochecer ya estaba en el umbral de la casa.

 

Poseedora de buenas costumbres y de tantas virtudes la humilde, sumisa y buena colaboradora de abuelita, en corto tiempo se había ganado la confianza de su patrona y de las personas allegadas a ella y se convirtió en un miembro más de la familia, con derechos más que con deberes inherentes a su nuevo estatus.

 

Una tarde llegó Carmen a mi casa con el dolor reflejado en su rostro, llorando sin consuelo, los sollozos entrecortaban sus palabras, situación que le dificultó a mamá comprender cual era el motivo de su alterado estado emocional y de la inesperada visita.  Después de un gran esfuerzo de mi madre por entenderle el mensaje y de ella por articular mejor las palabras, se descifró que la razón de su visita era solicitar un permiso para que yo la acompañara a su pueblo natal, a dar el postrero adiós a su abuelita que estaba en trance de muerte.

 

Ser conversadora y parlanchina con las personas de mi pequeño círculo social fueron las principales cualidades (si se pueden llamar así) que me distinguieron en la infancia.  Asimismo, era muy cuidadosa con los detalles de cortesía hacia mis semejantes; en el recreo grande me escapaba a conocer los niños que nacían en la periferia de la escuela, particularmente si eran gemelos; visitaba a los enfermos y ningún muertito dejó esta tierra sin mi despedida, aunque en la noche me veía a palitos para conciliar el sueño por temor a una aparición.  Posiblemente, por los atributos mencionados me eligió Carmen como a su compañera de viaje.

 

El motivo que expuso Carmen justificaba cualquier apoyo.  Mi madre tenía muy desarrollado el espíritu de caridad cristiana y de servicio al prójimo, no obstante, siempre fue muy cautelosa y le gustaba que todo fuera claro y transparente para no tomar las cosas a la ligera, razón por la cual le pidió a la señorita en cuestión los detalles del viaje: la forman de movilizarnos de ida y de regreso y el abastecimiento para el camino entre otras cosas, para garantizar que nada me pasaría.  Además, debía tomar en cuenta la opinión de papá, quien generalmente dejaba en manos de mamá este tipo de decisiones.

 

Las condiciones del viaje no podían ser más seguras, según manifestó la susodicha; nos iríamos en la cazadora que salía de Santa María por la mañana y regresaríamos al anochecer por el mismo medio, llevaría algunos bocadillos para el camino y almorzaríamos donde su abuelita.  Enfatizó que me haría el viaje placentero aunque para ella se tratara de una triste despedida.  Ante todas las promesas que hizo, mi mamá accedió a que yo la acompañara y para no hacer la excepción papá apoyó la iniciativa.

 

La noche anterior al paseo se me hizo interminable.  Mi mente infantil y mi corazón veían con agrado la oportunidad de subirme a un carro y de conocer La Cima e insistentemente daba gracias al Creador por este regalo.  En algunas oportunidades había hecho paseos en carreta, los cuales me fascinaron, pero ante la posibilidad de viajar en cazadora, me parecía que no había punto de comparación entre la carreta y la cazadora.   ¡Mucho más lindo sería en cazadora!

 

Muy temprano me levanté canturreando, preparé el escueto equipaje y haciendo uso de mis mejores galas me dispuse a partir, no sin antes recibir las recomendaciones, las persignadas y las bendiciones habituales de mi mamá por un lado y por el otro el compromiso de mi benefactora de cuidarme con esmero.  El día también se preparó conmigo, el cielo estaba despejado, el sol brillante, la brisa acariciaba suavemente mi rostro, todo este marco maravilloso confabulaba para que me sintiera el ser más feliz sobre la tierra.

 

Al poco rato de haber iniciado el camino, me dijo mi compañera de viaje "nos vamos a ir a pie y cuando pasa la cazadora nos subiremos en ella".  Me sentí desilusionada, porque con el escaso recorrido los zapatos me iban maltratando porque eran duros, me quedaban pequeños, las medias se habían tragado y el talón me quedó sin protección.  Tuve la alternativa de ir descalza, pero imposible, la ocasión ameritaba el sacrificio.  El sol se ponía cada vez más caliente, las cuestas más empinadas, no habían líquidos disponibles para calmar mi sed, se me habían hecho ampollas en sendos pies y la cazadora no se dignaba aparecer.  Le preguntaba continuamente a Carmen sobre el momento en que pasaría dicho vehículo y su respuesta era "en cualquier momento pasa".

 

El instante tan esperado jamás llegó; suspiraba por la menospreciada carreta para que alivianara mi camino, pero vilmente se vengó y nunca apareció.  Andando y andando, asoleada, deshidratada, con hambre y excesivamente cansada llegamos a nuestro destino, la residencia que estaba a punto de perder a su dueña.

 

La casa era de bahareque, pequeña, con techo de tejas y pintada de blanco, con zócalo azul intenso, lo mismo que las puertas y las ventanas, el piso era de tierra apelmazada y bien barrido, todo enmarcado dentro de la usanza antigua del campo; estaba rodeada de árboles frutales y ornamentales, algunas matas con follaje y otras con flores de variados colores y aromas como margaritas, rosas silvestres, dalias, nardos y jazmín del cabo entre otras, integraban el jardín que embellecía la humilde casita.

 

Durante el largo camino, me aterraba la idea de encontrarme con una viejecita "boqueando", como solía decirse o formando parte de la corte celestial; nunca había visto a nadie en esas circunstancias y pensaba "debo enfrentarme con valentía a esa situación que sería la primera en mi vida, pero no la última".

 

Una viejecita con cierta elegancia, con mirada dulce, simpática y muy cariñosa nos abrió la puerta y nos invitó a pasar; me imaginé que era una vecina de la enferma.  Hice caso omiso de mi estado físico y emocional tan deplorable y con la curiosidad propia de los niños, me fui presurosa a inspeccionar el lecho de la moribunda, pero me detuve cuando escuché a Carmen llamar "abuela" a la señora que nos recibió.  Pensé que Dios le había hecho el milagro a su fervorosa nieta, pues la senil fémina no tenía rastros de enfermedad alguna y se había trasladado de la cama a la cocina, sitio donde cocinaba diferentes viandas y en grandes cantidades en un fogón de barro, con la colaboración de varias señoras.  Especulé que se efectuaría una acción de gracias por la rápida recuperación de la longeva mujer.

 

Se hacía tarde y era evidente que a mi compañera no le interesaba regresar.  Mi angustia iba en aumento conforme el tiempo pasaba y se acercaba la temida noche.  Después de un insistente interrogatorio de mi parte, con la mayor tranquilidad me confesó que el retorno sería hasta la mañana siguiente, contrario al compromiso que adquirió con mamá.

 

En ese tiempo el señor Toño Gómez vecino de Santa María, tenía un camión de carga y hacía varios viajes a San José durante la semana, para proveer a las pulperías de la zona de víveres y otras mercancías.  Escuché que esa noche pasaría por La Cima, rumbo a mi pueblo y determiné que me iría con él para mi añorado terruño.

 

La noche no podía ser más negra y tenebrosa, de cuando en vez se iluminaba con relámpagos que caían en mi alma destrozándola en mil pedazos.  Vencí el pánico y salí a "un altillo" desde donde divisé las luces del esperado camión; quise salir a su encuentro pero varias personas me lo impidieron asiéndome fuertemente.

 

Me sentí desolada y lloraba sin cesar.  Mientras tanto, encendían canfineras y algunas candelas pegadas en botellas para iluminar la sala, preparada previamente con rústicas y anchas bancas de madera apostadas a las paredes y adornada con las flores del jardín, colocadas en frascos de vidrio y en tarros de lata distribuidos a lo largo y a lo ancho de la estancia.

 

Comenzó a llegar gente y en ese momento me enteré que había una vela en honor a San Rafael Arcángel.  Siempre supe que las velas se hacían como ofrenda a los niños que morían (angelitos), pero posiblemente las tradiciones y costumbres eran distintas en mi pueblo.

 

La actividad se inició con algunos rezos, letanías y salmos.  Luego, se escucharon los acordes de unas desafinadas guitarras para indicar que la hora de los cánticos había llegado.  Las voces no se hicieron esperar e interpretaron desentonadas canciones, algunas sacrosantas en alabanza al santo y otras profanas para alegrar el ambiente; deduje que ambas modalidades eran de la propia inspiración de los pobladores pues nunca las había escuchado.  La comida y la bebida estuvieron a disposición de los invitados durante toda la noche e indiscutiblemente en la madrugada se habían agotando las existencias.

 

La alegría y la algarabía no tenían límites; emitían estruendosas carcajadas sin motivos aparentes, seguramente por el contagio de las risas y por los efectos de las bebidas espirituosas.  Después de la etapa musical prosiguió la de los juegos: la panadera, la huerfanita, palito conejo, San Miguel dame tus almas y el torito; estos dos últimos me traumatizaron porque los que jugaban, emitían estrepitosos ruidos y adoptaban posiciones corporales tan extrañas que parecían "diablillos".  El sueño me dominaba y cabeceaba en una banca, trataban de acostarme en el camón de "la resucitada", con una estera poco confortable y con cabecera de tusas que armaba un tremendo escándalo cuando apoyaba la cabeza.  Más tardaban en meterme en el rincón de la abuela que yo en incorporarme como un porfiado, por el espanto de dormir con seres del más allá.

 

La actividad no era exclusiva para los ancianos, adultos y adolescentes.  También, los niños tuvieron su participación y correteaban libremente por toda la casa sin la vigilancia habitual de sus padres, pues éstos disfrutaban de una "fiesta", que rompía con la monotonía del diario vivir.  Un niño hizo una necesidad muy abundante y por el aroma que emitía, deduje que se trataba de un chiquito con hábitos alimentarios de adulto; nadie se percató del incidente, por consiguiente, no se tomaron las medidas higiénicas necesarias para solventar el problema y en breves instantes el olor se había extendido por toda la casa, acontecimiento que acrecentó mi desesperación.

 

Fue una noche interminable, tétrica y misteriosa pero gracias a Dios todo tiene su final, llegó la ansiada aurora y con ella la esperanza de regresar a mi querida casita.

 

Antes de despedirnos de los anfitriones, Carmen me reveló el gran secreto "la abuelita nunca estuvo enferma" y la vela se había programado con antelación.  Decepcionada por el engaño, con hambre y deshidratada (no acepté nada), trasnochada y con los zapatos al hombro, inicié el camino de regreso a mi domicilio.  Carmen la embustera, insistía en darme la versión de la agonía de su abuela y las respuestas que debía darle a mis parientes cuando indagaran al respecto, so pena de sufrir algún percance.  Las repetidas amenazas, el temor a que se cumplieran, los deseos de contar mi verdadera odisea y el inclemente sol que de nuevo me bañaba con sus calurosos rayos, hicieron de mi regreso un calvario.

 

Cuando llegué a mi humilde vivienda, al igual que Don Quijote con los Molinos de Viento, me pareció un hermoso palacio, donde mis papás eran los reyes, mis hermanos los príncipes y mis hermanas las princesas y más con el corazón que con la boca dije con vehemencia "HOGAR, DULCE HOGAR".  Me recibieron con mucha alegría y manifestaciones de amor.  Disfruté de un exquisito y suculento almuerzo y de un jarro de fresco de naranja endulzado con dulce de tapa, los cuales saciaron el hambre y la sed, fieles compañeros de mi infortunio.

 

Como la vida continua, al terminar de almorzar me pidió mamá que fuera a cuidar a mi hermanito menor que se acababa de despertar.  Cual hija obediente, fui presurosa a cumplir con el mandato materno, me acosté al lado del chiquito y es lo último que recuerdo.  Después me enteré que tuve altas temperaturas, deliraba y hablaba incoherencias, posiblemente por la insolación y la insatisfacción de algunas necesidades básicas.

 

Mis papás y mis hermanos me asediaban con preguntas que giraban alrededor de la agonizante viejecita y de las reacciones de los parientes y amigos que la rodeaban ante su posible partida.  Mis respuestas eran evasivas y nunca me atreví a decir la verdad, por temor a las anunciadas represalias.  Por otro lado, Carmen no cesaba de mentir y fantasear con la gravedad de la venerable matrona y de los consejos que le dio en su lecho de muerte, acompañaba sus relatos con lloriqueos, la mirada fija en el suelo y su consabida cabeza inclinada como expresión de sufrimiento y de resignación porque no la volvería a ver con vida.

 

Lo cierto es que entre cielo y tierra no hay nada oculto.  Un día cercano a los acontecimientos, Memo, uno de mis tantos primos, fue a una fiesta a Copey, sitio ubicado entre Santa María y La Cima; allí se encontró con un amigo, quien por esos azares del destino fue testigo presencial de la famosa vela y sin omitir detalles, le narró la verdadera razón de nuestro viaje a La Cima y las penalidades que pasé en esa horrenda noche.  Como era de esperar, mi primo le contó a mamá la verdad con los pormenores del caso.

 

Mis papás y hermanos pusieron a Carmen en evidencia y sin inmutarse siquiera su respuesta fue el silencio.  Abuelita se enteró de la historia, pero con la pericia que tenía la humilde e inocente muchachita en elaborar engaños y tretas, de miles maneras la enredó y aquí nada pasó.

 

Durante largos años me siguió como una pesadilla el recuerdo del frustrado paseo en carro, de las vejigas sangrantes de los pies y en especial la interminable y borrascosa noche.  Sin embargo, cuando evoco las angustias que vivió mi familia que esperó impaciente mi regreso, el recibimiento tan emotivo a mi llegada y los cuidados que me prodigaron durante mi enfermedad, un gozo infinito invade mi ser, una amplia sonrisa se dibuja en mis labios, porque ratifico con satisfacción que fui una chiquita amada y por lo tanto, el drama que viví valió la pena.