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La noche mas larga
de su vida
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Sr. Gustavo Adolfo Elizondo
Fallas.
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Mándela.
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Dota.
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Un
grito desesperado rasgó la negra vestidura de la noche; al final del sombrío
cementerio, sólo se encontraba Lilo, encorvado, paralizado, balbuceando todas
las oraciones que conocía de la boca de su tía Encarnación, la rezadora del
pueblo, animadora de cuanta vela, rosario del Niño o novenario que se
quisiera ordenado y solemne. "Santo
juerte, Santo Inmortal, Ave María Purísima
concebida sin pecado original" y luego empezaban a desfilar santos y
santas a los que la familia siempre habían tenido devoción. ¡Sí!, las oraciones de la tía Concha,
aquella que fue corregida por el padre García _No me diga padrecito, que la Santísima Trinidad no es una virgen, si
yo toda la vida le había rezado como virgen, Diosito me perdone la
blasfemia_.
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No
era muy valiente Lilo; siempre había temido a la oscuridad, siempre trataba
de guardarse temprano, antes que las candelillas y los carbunclos empezaran a
presumir con sus luces, con más razón cuando su abuela le dijo con voz muy
parecida al narrador de la radionovela de la tarde _esas son luces de las
ánimas que no han encontrado paz, no hay que molestarlas_.
Si se metía a la casa antes de las 6 de la tarde, no las
molestaría. Evitaba las actividades
nocturnas, con más razón cuando quedaban lejos de su casa. Cuando le pidió la entrada a don Marcial y
permiso para conversar a Escolástica, la que sería su mujer, no tuvo
problemas para cumplir su sentencia _¡Eso
sí, no lo quiero en esta casa después de oscurecer!_ Y lo que decía don Marcial era santa
palabra como con
cristiana sumisión afirmaba su mujer Mercedes.
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Pero ese día del año 1955, poquito después
que un temporal arrastrara casas, puentes y vidas, la mala suerte se
aprovechó de Lilo y lo puso en El Empalme a las 7 de la noche. Llegó allí en un camión propiedad de la
compañía que construía la carretera Interamericana Sur, ya cerca del Cerro de
la Muerte y que lo alcanzó empezando la cuesta de La Estrella. Pensaba volver de Cartago en el camión de
los Gómez, que bajaba hasta Santa María, pero no contaba con que el chofer se
emborrachara y "durmiera la mona" en las celdas de la Comandancia, luego de
hacer un escándalo donde volaron botellas, sillas y parroquianos. No le quedó otra que tomar el camino a
Santa María con la esperanza que todavía estuviera abierta la pulpería de El
Jardín y tener un lugar donde apaciguar su angustia, además que estaba a la
par del cementerio, ese conjunto de cruces sin orden definido y borrosas
iniciales, que lo traía pensando desde que calculó que iba tener que pasar de
noche por ese lugar. Si la pulpería
estaba abierta, pasaría a saludar a Toño Garita, se tomaría un sirope y la
pasada por el cementerio sería "comida de trompudo". Pero todo estaba en contra de Lalo; ese día
Toño estaba resfriado y a las 6 de la tarde, cerró las ventanas, aseguró los
picaportes, se hizo una limonada con un "farolazo" adentro y se arrolló en la
cobija. Por eso la noche se volvió más
negra y al aproximarse al cementerio y tratar de encontrar entre la niebla,
la luz de la cantinera con que alumbraban la pulpería, Lalo sintió que las
piernas le flaqueaban al no encontrarla; debía pasar por medio del
cementerio, no había alternativa, el temporal se había encargado de destruir
esa parte de camino que otrora rodeaba el camposanto y el único medio de
seguir era por el atajo, entre las cruces descoloridas.
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¡Quién lo tenía de "jetas"!; como
decía su tata, poniéndole atención a don Clemente, que en una vela de
angelito, ya de madrugada, había contado como en una ocasión había alcanzado
a un desconocido que lo acompañó hasta cruzar este cementerio; sólo al final
se percató que su acompañante no pegaba sus pies al suelo y desapareció como
si fuera hijo de la niebla.
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Recordar
esa historia fue como una bofetada; ¡tenía que pasar por el mismo cementerio
de la historia de don Clemente! _Viejo jetón_se dijo entre sus adentros como para consolarse; _bien lo decía mi tata, a Clemente hay que
"crerle la mitá", es
bueno para inventar, si dice que se agarró con el dueño e' monte y que tiene
un carajillo con la mismísima llorona_.
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Con
esos pensamientos en la cabeza, se encontró con la entrada al cementerio, los
goznes del desvencijado portón le hicieron tono a la tenebrosa noche, no
quedaba más, había que cruzarlo, no quedaba más. Hizo números, echó sus cálculos, con unos
cincuenta pasos cruzaría al otro lado; tomó posición en el centro del sendero
que separaba las cruces en dos grupos, al sur las mejores, algunas con sus
lápidas bien pintadas; allí dormían el sueño de los justos los Monge y los
Valverde, las familias más sonadas de esas serranías; al norte los de
apellido corriente, como decía don Aníbal, dueño del terreno donde estaba el
cementerio. Este viejito, de porte
bajo, bigote ralo y tez arrugada nunca quiso dar la escritura _entierren a
quien sea, pero este cementerio es mío; ustedes saben quien es el único
desgraciado que tendrán que llevar a enterrar a Santa María_. Todas
las noches, cuando rezaba, le pedía fervientemente a Dios para que le
permitiera vivir un día más que Talao Calderón,
para tener el gusto de no dejar que lo enterraran en "su cementerio". _Que se lo coman los zonchos, pero allí
no lo entierran!_ Jamás imaginó Talao que decirle "Misingo" a
quien era su amigo le iba a garantizar esa enemistad. Talvez si lo hubiera hecho en privado, pero
no frente a toda la gente; todo por esa visita del padre García, que para una
cuaresma pidió a los presentes que pasaran al frente y pidieran perdón si
habían ofendido a uno de sus hermanos.
Luego de que algunos pasaron al frente y en medio del entusiasmo general,
Talao se abalanzó a los pies de Aníbal y gritó con
llanto entrecortado; _perdón Aníbal, le juro que no vuelvo a decirle "misingo"_
Decir esto Talao y explotar toda la iglesia
en una carcajada fue sinónimo de segundo; ¡Qué humillado se sintió Anibal!. Y desde allí fue su enemigo jurado.
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En
el cementerio de don Aníbal se encontraba Lilo, haciendo sus cálculos; allá
va Lilo, entre las cruces, con los ojos cerrados, contando los pasos, seguro
que al decir cincuenta, podría abrir los ojos y dar por un hecho que había cruzado
el cementerio. Pero al decir cuarenta
y nueve, alguien lo "jaló" por detrás, lo habían agarrado de su chaquetón;
Lilo desató el nudo de su garganta y gritó fuerte _!por favor, criatura
del más allá, suélteme, por lo que más quiera¡_
pero no tuvo respuesta, sólo el silbido del viento pareció contestar. Trató de liberarse, siempre con los ojos
cerrados y sin atreverse a mirar atrás, pero su captor no tenía interés en
soltarlo. Así que esperó y esperó y
esperó... hasta que las sombras de la noche fueron desplazadas por un tímido
sol que empezó a escalar las lomas del Cerro de la Muerte. Y cuando uno de sus ojos entreabierto le
indicó que ya era de día, poco a poco Lalo giró su cabeza hacia atrás, poco a
poco hasta encontrarse con lo inesperado... una maldita mata de mora
silvestre que enredada en su chaquetón le había hecho pasar la noche más
larga de su vida.
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