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La aparición
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Sr. Álvaro
Valverde Araya.
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Catano.
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León Cortes.
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Serían los años de mil
novecientos sesenta o sesenta y uno, la verdad es que no recuerdo muy bien, pero,
para ubicarnos en el tiempo tengo que reseñar que fue para el tiempo que la
diócesis de Pérez Zeledón nombro parroquia a San Pablo.
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Como es natural, nombrada parroquia,
también nombrado cura permanente en San Pablo. Le correspondió esta función al cura de
origen español Isidro García. De muy
mal carácter y regañón a los feligreses hasta decir basta, todos le teníamos
miedo y los mal portados de ese tiempo mucho más, por que había que oírlo en
el sermón de los domingos cuando se encaramaba en el mencionado púlpito, la
mayoría de personas salían con las orejas rojas y tratando de disimular con
cara de yo no fui las semejantes regañadas que con mucho enojo les
proporcionaba el curita.
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Además que tenia cada
ocurrencia, como la de el mes de la Virgen en Mayo, que hacía a los pobres
viejitos y viejitas ir a las cuatro de la mañana a rezar el rosario de la
virgen, pero el gran suplicio era para mí, ya que, por las condiciones
económicas tenia que andar descalzo y eso de levantarse a las tres y media de
la mañana, irse medio dormido con las páticas
peladas y en ese camino de ripio que se le metía cada piedrilla en los
talones, y sin ni siquiera tomarse un poquito de agua dulce no era cosa de
juego ni de fe, era cosa de que va o va al rosario del alba como lo llamaba
mamá. Creo que a mi edad como nueve
años, alguna vez vi la posibilidad de hacerme de alguna otra religión donde
no hubiera que pasar estos semejantes suplicios de tener que mañanear, ayunar
y rezar.
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En otra ocasión, para semana
santa se le ocurrió que en las procesiones había que ir en fila de dos en
fondo hombres y mujeres por aparte y se hacían unos chorizones
de gente y las procesiones se hacían interminables y por consiguiente cuando
uno llegaba a la casa regresaba mas quitado que un mono con un banano de
hule.
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Bueno, todas estas cosas
extravagantes para mí, no impidieron que un día Felillo
Blanco conocido como Chasparria y gran amigo mío,
me comprometiera a servir como monaguillo de la parroquia, ya que, estaban
nombrando un grupo nuevo, yo al principio no quería, pero al decirme que en
el grupo ya estaban integrados Rodrigo y Melvin Mora los hijos de Pano, Alexis y Eduardo Solís los hijos del finado Rigo Solís, Saúl Vindas, Pildo
el del finado niño Sánchez y otros más que ahora se escapan de mi mente pero
que entre todos sumábamos catorce y que el jefe de todos era Arnoldo Valverde
el que hoy día vende pan casero en una moto, tamaño poco mayor que nosotros
por lo tanto mucho más responsable, y por el hecho de poder andar con Felillo Chasparria, me decidí a
entrar a servir a la comunidad en ese menester. ¿A saber si por ahí, de las limosnas de los
fieles quedaba algún cinquillo para las golosinas del domingo?
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La cosa dentro del grupo
de monaguillos no resultó lo más ordenado que se pudiera decir, ya que por
todos como lo dije antes éramos catorce y apenas había nueve sotanas y nueve
roquetes y entonces muchas veces para el rosario o la misa de cinco de la
tarde yo tenía que irme para la sacristía donde se guardaban estos
implementos a las tres de tarde para esconder entre las piernas de palo de
algún santo la sotana y el roquete por que si no me quedaba sin vestirme y
sin posibilidad de poder ayudar al oficio de ese día, claro esta, que cuando
uno se ponía la sotana y el roquete estos de estar tanto rato escondidos y
apuñados quedaban más arrugados que el pellejo de un elefante, pero la cosa
era poder salir a ayudar al padre.
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Bueno, la cosa fue que llego
el día de los difuntos el dos de noviembre y para no variar las cosas raras
el padre Isidro nos encomendó que desde las seis de la tarde del primero de
noviembre hasta las seis de la mañana del día dos había que doblar las
campanas con toque para difuntos, al recibir la orden todos nos volvimos a
ver un poco incrédulos de aquella rara orden que se nos estaba dando, sin
embargo, obedientes al sacerdote.
Procedimos a formar dos grupos para llevar a cabo la extraña tarea
encomendada de los catorce monaguillos; se sacaron dos grupos de cinco
encargados de los repiques y se dejaron cuatro para que ayudaran en la misa
del cementerio.
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A este pobre servidor le
correspondió el grupo junto con Arnoldo, Chasparria,
Eduardo y Alexis Solís doblar de las seis de la tarde a la media noche y a
Melvin, Rodrigo, Pildo y otros les correspondería
la repicada de las doce de la noche a las seis de la mañana. Se decidió así, ya que Rodrigo Mora jefe
del segundo grupo, vivía junto con su hermano en el antiguo hotel que estaba
ubicado contiguo al actual correo. Eso
les daba la facilidad de estar más cerca y poder llegar sin contratiempos.
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A las seis de la tarde con
un minuto y veintitrés segundos, iniciamos los dobles, pronto montamos un rol
especial para que a cada uno le tocara doblar en cuarenta y cinco ocasiones
lo que comprendía aproximadamente una hora a cada miembro. No sé porque el doblar para difuntos cada
vez que yo jalaba el mecate de las campanas involuntariamente sentía un
escalofrío que recorría todo mi espinazo, incluyendo el costillambre
muy resaltado por cierto por que en verdad era tamaño poco flaco,
aprovechamos también la ocasión de poder fumar como murciélagos, ya que ahí
era muy difícil que a esas horas pudiera llegar mi tata a jalarme el pelo por
ese hecho delictivo.
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Por el sistema del rol
impuesto de una hora a cada monaguillo, pronto llegaron las once y media de
la noche y de inmediato hora en que por acuerdo tenían que llegar los monaguillos
relevos, pero al ser las once con cuarenta, como no llegaban, Arnoldo me dijo
que como yo había terminado la tarea que bajara con él y que fuéramos a
llamar a los hermanos Mora por que de seguro se habían dormido y eso si sería un tortón, ya que nos
tocaría a nosotros tirarle a la repiqueteada todo el resto que faltaba.
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Los que conocieron el
antiguo templo, recordarán que para subir al campanario, había que subir unas
gradas de madera que daban a lo que llamaban el coro. Era un espacio grande y en donde un señor
Zúñiga tenía un viejo armonio y los primeros domingos hacía las misas
cantadas, de ese coro había una perfecta vista donde se podía abarcar todo el
resto del templo, luego las gradas seguían hacia en campanario donde había
una plataforma de regular tamaño y en donde nos encontrábamos en ese momento.
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Arnoldo y yo bajamos
despacio por que sonaban muy feo las gradas del campanario y llegamos al
coro-. Desde ahí yo pude ver debajo de
la columna donde había una velita permanente al santísimo, una señora hincada
en visible estado de oración y de inmediato me imaginé que era doña Selmira Gamboa que todos los primeros viernes se quedaba
grandes ratos en ese lugar y en esa posición, acción que a todos los
monaguillos no nos gustaba por que se nos hacía muy tarde para cerrar el
templo. Yo la vi, ahí estaba y Arnoldo
la vio también, por que ahí estaba y pensó al igual que yo, que se trataba de
doña Selmira, pero como por arte de magia cuando ya
casi llegábamos a las gradas para bajar al piso del templo los dos intuimos
lo mismo, algo que nos dejo paralizados, ¿que hacía doña Selmira a esas
horas casi las doce de la noche dentro de la iglesia? Al volver a ver a Arnoldo y él verme a mí
sin hablarnos absolutamente nada nos lanzamos por las gradas abajo pegando
cada alarido de terror y pegando la jupa en cuanto orcón
había, de inmediato los otros tres que aun estaban arriba en el campanario,
al escuchar semejantes alaridos de inmediato emprendieron la escapada de la
misma forma como lo hiciéramos nosotros y sin saber el porque también del
susto pegaban alaridos de miedo, pronto aquello era un verdadero concierto de
alaridos ruidos y de golpes, capaz de ponerle de punta los pelos al más
pintadito del pueblo.
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La distancia que había de
la casa cural a la iglesia era relativamente poca, por lo que dichos gemidos
y lloríos despertaron al padrecito y no tardó en
salir a pegarnos una solemne regañada por el hecho de que habíamos dejado de
doblar.
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Entonces con las quijadas
más trabadas que el candado de la penis. Y entre lloriqueos y frases entre cortadas
Arnoldo y yo pudimos decirle lo que habíamos visto. Y ya un poco más calmados le solicitamos
que nos diera una explicación de lo que había sucedido, después de varios
rodeos y sin decirnos nada que nos convenciera termino por decir que los
duendes son espíritus que permanecen en la tierra pero que no debíamos de
tenerles miedo.
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¿Pero quien puede creer
semejante cosa?, al cabo de dos días a lo sumo, una nueva generación de
monaguillos iniciaban la gran tarea de servir a dios y ninguno de mis
compañeros y menos yo. Volvimos por el
resto de nuestras vidas a colaborar con esta causa. El que quiere creer en esto que les he
contado que crea y el que no que le pregunte a los monaguillos mencionados en
esta anécdota verdadera.
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Fin.
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