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Ciertos recuerdos de mi infancia y juventud
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Sra. Leyla
María Elizondo Ureña.
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Lema.
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Dota.
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En
agradecimiento a Dios por el hogar, la época, el entorno y el resto de las
circunstancias en que me correspondió vivir esas etapas.
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Recuerdos... Demasiados se agolpan a la vez, todos
importantes dentro de "mi historia" y, probablemente, algunos comunes para
mis diez hermanos y algunos familiares.
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Al narrar utilizaré la
primera persona del singular o del plural, dependiendo de la vivencia, pues
la mayoría de ellas corresponden, creo yo, a la complicidad colectiva de mis
compañeros de juegos de la infancia, constituido básicamente y por asunto de
edades, por mi hermana inmediata, mis sobrinos mayores y varios primos muy
allegados. No obstante, el grupo podía
incrementarse por hermanos y primos de más edad o algún visitante esporádico,
según la actividad o juego que se tratare.
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De mi mazorca de
recuerdos, cosechada en la segunda mitad del siglo XX, desgranaré algunos
detalles sobre el lugar en donde la mayoría de ellos se desarrollaron: la
casa de mis abuelos maternos.
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Al fallecer mi Abuelita,
cuando yo tenía cuatro años, mis padres se trasladaron a vivir a la casa que
hasta entonces había sido habitada por ella (y que en ese tiempo pasó a manos
de uno de mis tíos). Fue así como, sin
haber disfrutado a ninguno de mis abuelos matemos -pues Abuelito murió siete años
antes de mi nacimiento-, y cual herencia abstracta, disfruté los mejores
momentos de mi infancia y juventud en la que fuera su casa, construida en
Santa María de Dota en los albores del siglo XX.
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Entre paréntesis destaco
que tampoco tuve la dicha de disfrutar mis abuelos paternos pues Mamita murió
antes de que yo viera la luz y Papito cuando contaba con seis años,
recordándolo básicamente en su lecho de enfermo.
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La casa de mis sueños
estaba asentada en una finquita sobre la calle del Higueronal,
distante unos quinientos metros al sur de la antigua plaza de fútbol (luego
parque). Fue diseñada para una familia
numerosa y por lo tanto sus aposentos eran muy espaciosos, incluyendo el
acogedor y fresco corredor del frente, amueblado con dos bonitos escaños
verde oscuro a juego con las barandas.
Por ser tarea compleja, omito describir el diseño y la distribución de
sus diez habitaciones (todo un record considerando la época y el lugar en que
fue construida); no obstante, más adelante me referiré a algunas de ellas.
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Una acera de unos
veinticinco metros de largo constituía el precioso sendero que unía la calle Higueronal con la casa, adornada a ambos lados con
numerosas matas de rosas, helechos, pacayas, lluvia, calas, camelias,
begonias, árboles frutales, pino y otros.
En noches de luna llena el espectáculo era romántico y conmovedor
cuando sobre el sendero se proyectaba la definida y oscilante sombra de la
vegetación agitada por el viento.
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Siempre hacia el frente de
la casa, un fiel triquitraque asomaba sus anaranjados ramilletes entre las
basas de la vivienda, escalando hasta la baranda del corredor para acompañar
a un espárrago ornamental y a un cactus.
De cuando en cuando el "torito" aferrado a un húmedo tronco, esparcía
el agradable perfume de sus flores.
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Detrás de la casa había un
gran potrero y contiguo a éste una "montañita", poblada de grandes árboles
autóctonos. Siempre se respetó la
condición natural de esa área y por tanto nunca se chapeó, podó, cortó o
sembró ningún árbol u otro tipo de vegetación. Dichosamente esa práctica aún se conserva.
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La propiedad tenía una
lechería, cuya estructura también albergaba un gallinero, un aposento pequeño
para la máquina de cortar el pasto, una bodega, un chiquero para encerrar los
terneros mientras se ordeñaban sus vacunas madres pero que también era
utilizado para los cerdos.
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En el potrero y cerca de
la parte de atrás de la casa, en dirección de la "cocinilla" (estancia
contigua a la cocina principal) había un galerón para resguardar leña, madera
y el pilón para descascarar el café (para luego tostarlo y molerlo para
consumo de la casa). El galerón tenía
un tabanco (espacio entre el techo y el cielo raso), en donde se extendía el
café en bellota para secarlo.
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En el costado sur de la
casa, saliendo por la cocina, había un patio y una huerta de regular
dimensión. Según la época del año se cosechaba
maíz, vainicas, frijoles, tomates, culantro, chiles dulces y otras
hortalizas; hierbas medicinales como manzanilla, altamiza
y zacate-limón. Como huéspedes
permanentes de la huerta se tenía una veranera, un lirio blanco, unos
humildes gladiolos, una olorosa gardenia, una mata de algodón y, desde mis
primeros años escolares, un árbol de mango producto de la sabia campaña del
maestro de música y agricultura, don Lorenzo Elizondo Sáenz, cuando solicitó
a todos sus pupilos llevar una semilla de un árbol frutal para sembrarla en
un tarro. Una vez nacida, cada uno la
transplantó en el lugar de su preferencia. ¡Mí árbol aún subsiste!
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En todo el contorno de la
casa existía suficiente terreno para nuestros juegos y aventuras. En pequeña escala tenia sembradíos
de café, caña, pasto y árboles frutales de naranjas, limones, limón ácido,
naranja agria, manzana (toda una novedad en aquellos tiempos), manzana rosa,
lima, mango, nectarina, durazno, guinea, anonas, granadas y quiubras. Viandas
como chayotes, plátanos, ayotes y chiverres.
Además árboles o arbustos de: robles, raspa-guacal, llama del bosque, poró, Jacaranda, güitite, reina
de la noche, bambú, higuerilla, catalina, etcétera.
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La propiedad era travesada
en su totalidad (de sur a norte) por una quebradita, que pasaba unos metros
antes de las gradas de ingreso al corredor de la casa, potenciando la belleza
del jardín. Otra sección del terreno
era surcada por un riachuelo de mayor tamaño, permitiéndonos chapotear en una
pequeña poza.
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Luego de varios años de
residir en ese pequeño paraíso se construyó un aserradero, para lo cual se
destruyó parte de la vegetación, entre ella una hilera de árboles de naranja
tratados contra la mosca del mediterráneo.
A pesar de ese atentado ecológico, rápidamente el aserradero se sumó a
los sitios de atracción para nuestros juegos y con él las nostálgicas "tucas"
y el "aserrín" (así denominábamos el sitio en donde se acumulaba el aserrín
cuando los troncos eran cortados ruidosa y rítmicamente por la implacable
sierra). Cual campo de batalla, ahí
ejecutábamos nuestras campales guerras de terrones.
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Hacia el noroeste de la
finquita, cruzando una calle secundaria, se tenía acceso al trapiche
construido en un potrero semi-cenagoso.
En esa misma propiedad pero con frente a la calle Higueronal
estaba (y aún se encuentra -ya modernizada-) la casa de mi hermano
mayor. Cerca del trapiche y de un
cafetal de por medio, residía la familia de un tío muy querido, dueña en la
actualidad de un sector de "mi" antigua finca.
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He trazado apenas una
pequeñísima pincelada sobre los principales lugares que enmarcaron mis años
de niñez y juventud. Describir los
encantos que tenía cada uno de los rincones de la acogedora propiedad y sus
alrededores merecen capítulo aparte. Todos fueron testigos de innumerables
aventuras y juegos, ya fueran tradicionales: casita, quedó, bate, mejenga,
mecate, pulpería, escondido, "ambo, ambo, matarilerileón",
"caracol col col se lo lleva la corriente",
"mamita, se me perdió la plata (incluida la persecución del culpable para su
merecido castigo)", "doña Ana no está aquí, anda en su vergel...". O de juegos que florecieron por las
circunstancias del entorno: "navegar en las tucas, cual imaginarios barcos",
"saltar las tucas con garrochas", "guerra en el aserrín", "abracadabra pata
de cabra- en el aserradero-", festejos de cumpleaños con queques de aserrín
adornados con flores naturales, subirse a los árboles de higuerilla para
pilotearlos (agitarlos fuertemente) cual si fueran aviones, o simplemente
acostarnos boca arriba en el potrero para descansar y de paso observar las
figuras que formaban las nubes, antes de escuchar el llamado de nuestras
respectivas madres invitándonos "¡A comer!".
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Con la complicidad de la
luna llena jugábamos de "fantasmas" (alguien envuelto en una sábana se
escondía detrás de un árbol de la montanita, para repentinamente salir y
avanzar, emitiendo aullidos, hacia el asustado grupo de niños). También improvisábamos sesiones de canto,
veladas artísticas y metafísicas tertulias sobre el juicio final y la
infinitud del universo. ¡Tamaño nudo
se formaba en nuestro cerebro!.
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Merece especial
tratamiento la infantil osadía de jugar "a vacunar" utilizando como aguja la
más larga, filosa y firme espina de algún árbol cítrico y como líquido
inmunizante, el agua obtenida directamente de la quebradilla que atravesaba
el jardín que, aunque cristalina, su potabilidad era dudosa. Tengo que reconocer que yo era la inocente
victimaría, pero a mi favor está el hecho de que mis pequeños pacientes
hacían fila dócil y voluntariamente para recibir la aplicación de tres
pinchazos en la parte superior del brazo, sobre los cuales depositaba igual
cantidad de gotas del dudoso líquido.
Valga aclarar que esta técnica -con los instrumentos y líquidos
apropiados- era la utilizada por los expertos cuando nos vacunaban en la
Escuela en campañas masivas para erradicación de ciertas enfermedades-. Asimismo, que a ninguno de mis pacientes se
le inflamó el brazo, pero sí cuando recibieron la dosis de las vacunas de
verdad. ¡Qué cosa!
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Si bien he citado varios
juegos, la lista real es mucho mayor pues, como todo niño, los inventábamos
espontáneamente aprovechando cualquier circunstancia y elemento a nuestro
alcance (a la mejor porque en ese entonces el televisor no era parte de los
hogares).
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A manera de ejemplo sobre
la forma en que empleábamos el tiempo en sanas cuestiones, narraré la
persecución que debía hacerse a gallinas fugitivas.
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El gallinero era utilizado
por gallinas dóciles pues las más intrépidas se refugiaban en los brazos de
Morfeo en un árbol de güitite, exponiéndose a ser
alimento nocturno de los zorros; por su parte, las más aventureras, una vez
disfrutado el matutino desayuno de mezcla y maíz recién cosechado ¡qué lujo!,
por su natural instinto se daban a la tarea de construir sus nidos en lugares
más interesantes que los tradicionales cajones de madera cubiertos de paja,
dispuestos estratégicamente en el gallinero.
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Quien asumiera el oficio
de perseguir a la cacareada gallina para descubrir su escondite natural,
debía poseer cualidades detectivescas y paciencia franciscana, pues la
perseguida, tratando de desubicar al sigiloso adversario, caminaba
parsimoniosamente y deteniendo de cuando en cuando su disimulado picoteo para
sugerirle, cuello en alto, que el trayecto hasta entonces recorrido ¡nada que
ver!
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Si concluía con éxito la
empresa, la emoción de tener a la vista el codiciado nido hacía olvidar el
tortuoso camino que la habilidosa y mañosa gallina hacía recorrer a su fugaz
e inoportuno espía, obligándolo a sortear alambres de púas, matas de ortiga,
troncos y quebradas. Si la plumífera
ave lograba despistar al detective de turno, días posteriores acudía
presurosa, rodeada de sus pequeños y bulliciosos polluelos, al siempre
matutino llamado del pu, pu,
pu, pu, pu, pu, pu,
pu, pú; pu, pu, pu,
pu, pu, pu, pu, pu,
pú.
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Volviendo propiamente a la
casa, me referiré a la cocina -sitio especial de todo hogar-. Ahí se encontraba la enorme cocina de
hierro, a cuyo alrededor nos sentábamos en las frías mañanas de verano para
desayunar las suculentas y calientitas tortillas caseras recién salidas del
comal, acompañadas de cremosa natilla y exquisito aguadulce -para los
pequeños- o café -para los grandes-. A
un costado había una especie de baúl con patas, también utilizado como
asiento para recibir con mayor comodidad el calorcito del fuego. En el interior de ese cajón se resguardan
las tapas de dulce. Completaban el
mobiliario un moledera, una pila, un trastero, un
trinchante, un taburete, una banca, una mesa y sillas.
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La "cocinilla" era una
amplia y multifuncional habitación aledaña a la cocina principal: albergaba
un armario de grandes dimensiones para guardar revistas, libros y periódicos;
una mesita para colocar la máquina de moler el maíz, el café y el arracache;
una mesa para la máquina de forrar botones de tela (se brindaba servicio a
todo el pueblo); un moledero en el que se ponían las ollas grandes (sus
respectivas tapas se colocaban contra la pared sujetadas por una regla fijada
a ésta). Había también dos canoas de
madera para guardar frijoles, cubaces, maíz,
racimos de plátanos y aguacates traídos por algún familiar desde Pérez
Zeledón. En caso de lluvia, podía
tenderse ropa en ese lugar. Sin
embargo, el tesoro más preciado de esa estancia lo constituía el homo de
barro que había construido mi padre en vida de mis abuelos. En él se asaba el biscocho, el pan casero,
el picadillo de arracache y los suspiros cuando las cantidades de las recetas
debían multiplicarse por algún acontecimiento especial: Fiesta Patronal,
bodas, novenarios, cabos de año y en la confección de algunos de los
platillos del dietético menú de Semana Santa.
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Dignos de recordar son los
juegos de naipes (brisca y ron), celebrados muchísimas noches alrededor de la
mesa de la cocina, con la participación de adultos (incluidos mis padres),
jóvenes y niños que por observación conocían la mecánica del juego (me
incluyo entre ellos). Gran algarabía
se formaba cuando descubríamos alguna trampa hecha con picardía y disimulada
sonrisa por nuestro vecino y querido tío, quien, pienso yo, las realizaba
para agregar humor y salero al familiar convivio ¡y vaya que lo lograba!,
aunque no tanto para mi inolvidable papá.
Mi hermano mayor y sus hijos también eran partícipes de esas veladas
porque tenían la buena costumbre de visitamos todas las noches. Durante o al final de esos juegos, mi
también recordadísima mamá nos deleitaba con chocolate caliente, aguadulce,
fresco, rompope, pan casero, rosquillas de masa, tamal asado -dulce o
salado-, cajetas, turrones con semillas de ayote, naranjas, anonas y demás
posibilidades gastronómicas, según la ocasión.
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Estas "jugadas de naipes"
muchísimas veces resultaron ser el preludio de narraciones recurrentes sobre
diferentes tópicos de la "Revolución del 48", debido a que varios familiares muy
cercanos (entre ellos mi hermano mayor y tres tíos maternos) habían
participado activamente en ese conflicto; por tanto, los de más edad conocían
de fuente primaria y fidedigna la verdadera historia sobre el nacimiento,
desarrollo y conclusión de ese vital e importante acontecimiento para la
democracia del país.
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Por otra parte, como un
tío y uno de mis hermanos, habían llegado a Coto Brus
cuando aún era montaña, aprovechaban esos momentos para contar anécdotas
sobre abras, culebras, tigres y dantas, acaparando la atención de grandes y
pequeños. Tratándose de historias de
serpientes, conforme aumentaba el suspenso, nuestros pies iban buscando la
seguridad en la parte superior de la banca, silla o taburete (no fuera ser que
nos sorprendiera una horripilante culebra enroscada en un rincón). ¡Qué grito y enojo dejaba escapar quien
repentinamente fuera tocado sigilosamente por un gracioso bromista, simulando
una mordedura de tan repulsivo animal!
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Otras veces se comentaba
sobre misteriosas "apariciones", sucesos sobrenaturales ocurridos a un
paisano, luces que se escapaban de los cementerios para detenerse por donde
debía pasar el siempre solitario caminante, que del susto quedaba medio
muerto. Como es de suponer, con
semejantes historias ni a palos nos íbamos solos para la cama. Debíamos esperar hasta que terminara la
tertulia para que algún adulto nos acompañara a dormir.
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A continuación me referiré
a la Navidad, época mágica de inocentes ilusiones.
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La disfrutaba desde
finales del mes de noviembre, coincidiendo con la cercanía de las vacaciones
escolares y el fenómeno atmosférico denominado "las navidades",
provenientes de la Cima y el Cañón.
Eran acumulaciones de finísimas gotas de agua, de aspecto blanquecino. No constituían una amenaza de lluvia sino
señal inequívoca de que se avecinaba la época más especial del año: el verano
y con él las vacaciones, la Navidad, las cogidas de café, el baile del 31 de
diciembre, la Fiesta Patronal, paseos improvisados, lunadas, encuentros con
amigos o visitantes esporádicos de otros lugares.
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Los vientos alisios, cual
varita mágica, pintaban de brillantes y alegres colores todos los rincones
del pueblo, sus árboles, sus casas, sus potreros, sus cafetales. Eran (y lo siguen siendo) capaces de
transformar el espíritu colectivo y, especialmente, el mío. Muchas veces, deseando potenciar la
gratísima sensación que me producían las ráfagas, deseé ser levantada cual
hoja de árbol. Esos vientos
constituían el preludio de la Fiesta de la Alegría, con su intercambio de
tarjetitas de "Felices Vacaciones", la artística y colorida exposición de
manualidades que al final de cada curso lectivo organizaba la Niña Libia,
pero, principalmente, el anuncio de que pronto acabaría la larga, más bien
larguísima, espera de la Navidad.
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¡Cuántos juegos terminaban
cada tarde en un círculo de soñadores niños!, divagando sobre las posibles
formas y medios que utilizaría el Niñito Dios para dejar al pie de nuestras
camas la interminable lista de regalos que tarde con tarde repasábamos y
repasábamos, temiendo olvidar alguno, ¡Qué misterio! Sin embargo, cada uno regresaba a su casa
con la plena seguridad de que el Niño Dios sabría ingeniárselas para llegar
justo cuando nuestro sueño era lo suficientemente profundo para no ser
descubierto, fuera que descendiera por la chimenea (de la cocina de leña) o
por cualquier rendija. Total, ¡se trataba del mismo Dios, para quien todo es
posible! (fe ciega, digna de seguir practicando).
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Pasaban los días y debía
iniciarse la confección del portal y el arbolito de navidad. Rara ello nuestro padre o un hermano debían
traer la lana blanca desde una propiedad un poco lejana. Cuando regresaban con el fresco y húmedo
tesoro resguardado en sacos de gangoche se iniciaba
la confección del portal y con ello nuestra ilusión.
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(Valga destacar la belleza
de la lana que tradicionalmente se utilizó en esa región: de color amarillo
paja con partes verde tierno y delicados remates de rojo pastel. Su aroma es... ¡símbolo
de navidad? Para tranquilidad de los
ecologistas, dentro de los que me incluyo, en la actualidad es prohibido
recolectar ese tipo de flora.
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Para confeccionar el
portalito se utilizaban cajas, tucos de madera, piedras, aserrín, papel
encerado, goma -hecha en casa-, escarcha, y otros materiales a criterio,
gusto e ingenio de las improvisadas ingenieras y arquitectas -mis
hermanas-. Poco a poco y ante nuestras
expectativas miradas iba tomando forma un pintoresco pueblito, con sus
casitas, caminitos, iglesia, plateados ríos, puentes, montañas, ovejas,
pastores, corral, gallinas, caballos, cerdos, camellos, palmeras, elefantes,
muñecas, coro de cantores (cada uno con un instrumento diferente), patitos
sobre espejeados lagos y cuanto adorno hubiera, eso sí, buscándole un
estratégico lugar en el portal. Todas
esas figuras eran colocadas en plano secundario con respecto a los elementos
principales: el pesebre, el Niñito, la Virgen, San José, el Ángel y los Reyes
Magos (Gaspar, Melchor y Baltasar), venidos del Lejano Oriente.
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La tarea de montar el
arbolito resultaba más sencilla. Se
disponía de una rama de ciprés o cualquier otro árbol y se colocaba en el
centro de un recipiente para fijarla con piedras (o la tradicional cruz de
madera). Con yeso blanco se forraban
el tronco y las ramas; se le colgaban muñequitos, pajaritos, gallitos planos,
campanitas bolitas y lluvia de colores navideños y nieve. Por último -en tiempos más modernos-, se
colocaban las series de luces, fijas e intermitentes.
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Yo disfrutaba el esplendor
del arbolito, pero mi mayor ilusión era el portal. Si aún la conservo, ¿cuánto más en mi niñez
y adolescencia?
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Otro elemento
imprescindible dentro de los preparativos para la Navidad eran los suculentos
tamales de cerdo. Tamaña tarea
esperaba a la familia: matar el cerdo -por sí solo todo un acontecimiento- y
de paso hacer los tentadores chicharrones; condimentar muy bien la carne para
los tamales (pues del caldo resultante depende el sabor de la masa y por ende
del producto final). Cortar las hojas,
soasarlas en una hoguera, despegarlas por secciones de la venilla central,
limpiarlas por ambos lados. Cocinar el
maíz, molerlo, repasarlo (lo más aburrido), colarlo (en tela de manta),
cocinar la masa con el caldo -sin dejar de moverla para que no se apelóte-, agregándole sal, grasa y otros
condimentos. Preparar el pipián y las
amarras, cortar los chiles en tiritas y las zanahorias en rodajas. Todo dispuesto y la masa en su punto, se
confeccionaban los tamales, apiñándolos de dos en dos para amarrarlos con
sofisticado arte -ni muy flojos para que no se "rieguen" al hervir, ni muy
socados para no romper la envoltura-.
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Todo ese trajín significaba una fiesta
para los más pequeños pero, sin duda, un oficio agotador para los adultos,
pues no se trataba de hacer cincuenta tamales, sino hasta casi cuatrocientos,
incluido el tonto, que era el último en confeccionarse, caracterizándose por
ser el más grande pero sin carne.
¡Tonto a quien le tocara!
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La Niña Libia (ya
me referí a ella con anterioridad), cada año escogía a uno del grupo para que
le ayudara a confeccionar el portal y el árbol, teniendo la sabiduría de
comunicárselo discretamente para evitar la "envidia" del resto; por su parte,
el escogido guardaba celosamente el secreto para no poner en peligro su
designación. En varias oportunidades a
mí me correspondió ese honor (sería porque con frecuencia le preguntaba:
"Nina Libia, ¿cuándo va hacer el portal?"
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Ese acontecimiento era
importante porque generalmente ella montaba el portal antes que en nuestras
casas, adelantando el espíritu navideño ¡con lo que lo ansiábamos!. Además, estábamos
a la expectativa de ver los adornos nuevos, ya fueran confeccionados en las
clases de manualidades que ella impartía o adquiridos en viajes que realizaba
a la capital. Por otra parte, Niña
Libia nos daba cierta libertad para poner en práctica nuestras incipientes
habilidades portalires -asunto importantísimo para
nuestro ego-.
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Cuando me entregaba la
caja conteniendo los adornos, la tomaba con la sensación de tener un tesoro
en mis manos. Los sacaba uno por uno
para colocarlos, debidamente ordenados, en la mesa o en el suelo, de tal
forma que los pudiera escudriñar y disfrutar en toda su magnitud. A la imprescindible Sagrada Familia y demás
acompañantes, se le unían pozos de agua, palmeras, camellos, animales de
granja, casitas de madera de vivos colores o rústicas y redondas chozas de
indio, "soldaditos valientes" con su impecable uniforme, grandes pastoras de
papel brillante, venaditos sobre troncos cubiertos de blanquísimo yeso y
centellante escarcha, correspondiendo a la base de una espigada candela
eléctrica.
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Otro entrañable recuerdo
fueron los ensayos para protagonizar el papel de pastora. Estando en los últimos años de la Escuela,
mi padre accedió a que mi hermana y yo participáramos en los actos litúrgicos
navideños dentro del grupo de pastorcitas.
Como requisito debíamos asistir a las clases de canto y danza,
impartidas con excelente disposición, aunque no con igual destreza, por unas
piadosas y devotas dirigentes. La
deficiencia en el danzante arte, la compensaron con el amor y la paciencia
hacia sus pupilos y con el refinado gusto mostrado al escoger el lugar para
los ensayos: un paradisíaco y elevado potrero repleto de "santalucías",
con vista hacia la parte baja del pueblo.
Esas tardes veraniegas de pastoriles sueños representan para mi
hermana y para mí un inolvidable y tierno recuerdo porque disfrutábamos toda
la ruta: subir por la calle Higueronal para luego
desviamos y ascender al potrero por un angosto trillo, debiendo pasar otros
potreros antes de llegar a la pista del navideño baile. Ahí no solo atendíamos las directrices de
nuestras instructoras, sino que jugábamos y corríamos al ritmo del viento
recogiendo ramos de "santa lucías".
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Por razones de tiempo,
concluyo aquí parte de mis recuerdos, quedando la mayoría en el tintero y con
las ganas de haber desarrollado algunos "vivenciados" en exclusividad con
cada uno de mis hermanos y hermanas.
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