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Ciertos recuerdos de mi infancia y juventud

 

Sra. Leyla María Elizondo Ureña.

Lema.

Dota.

 

En agradecimiento a Dios por el hogar, la época, el entorno y el resto de las circunstancias en que me correspondió vivir esas etapas.

 

Recuerdos...  Demasiados se agolpan a la vez, todos importantes dentro de "mi historia" y, probablemente, algunos comunes para mis diez hermanos y algunos familiares.

 

Al narrar utilizaré la primera persona del singular o del plural, dependiendo de la vivencia, pues la mayoría de ellas corresponden, creo yo, a la complicidad colectiva de mis compañeros de juegos de la infancia, constituido básicamente y por asunto de edades, por mi hermana inmediata, mis sobrinos mayores y varios primos muy allegados.  No obstante, el grupo podía incrementarse por hermanos y primos de más edad o algún visitante esporádico, según la actividad o juego que se tratare.

 

De mi mazorca de recuerdos, cosechada en la segunda mitad del siglo XX, desgranaré algunos detalles sobre el lugar en donde la mayoría de ellos se desarrollaron: la casa de mis abuelos maternos.

 

Al fallecer mi Abuelita, cuando yo tenía cuatro años, mis padres se trasladaron a vivir a la casa que hasta entonces había sido habitada por ella (y que en ese tiempo pasó a manos de uno de mis tíos).  Fue así como, sin haber disfrutado a ninguno de mis abuelos matemos -pues Abuelito murió siete años antes de mi nacimiento-, y cual herencia abstracta, disfruté los mejores momentos de mi infancia y juventud en la que fuera su casa, construida en Santa María de Dota en los albores del siglo XX.

 

Entre paréntesis destaco que tampoco tuve la dicha de disfrutar mis abuelos paternos pues Mamita murió antes de que yo viera la luz y Papito cuando contaba con seis años, recordándolo básicamente en su lecho de enfermo.

 

La casa de mis sueños estaba asentada en una finquita sobre la calle del Higueronal, distante unos quinientos metros al sur de la antigua plaza de fútbol (luego parque).  Fue diseñada para una familia numerosa y por lo tanto sus aposentos eran muy espaciosos, incluyendo el acogedor y fresco corredor del frente, amueblado con dos bonitos escaños verde oscuro a juego con las barandas.  Por ser tarea compleja, omito describir el diseño y la distribución de sus diez habitaciones (todo un record considerando la época y el lugar en que fue construida); no obstante, más adelante me referiré a algunas de ellas.

 

Una acera de unos veinticinco metros de largo constituía el precioso sendero que unía la calle Higueronal con la casa, adornada a ambos lados con numerosas matas de rosas, helechos, pacayas, lluvia, calas, camelias, begonias, árboles frutales, pino y otros.  En noches de luna llena el espectáculo era romántico y conmovedor cuando sobre el sendero se proyectaba la definida y oscilante sombra de la vegetación agitada por el viento.

 

Siempre hacia el frente de la casa, un fiel triquitraque asomaba sus anaranjados ramilletes entre las basas de la vivienda, escalando hasta la baranda del corredor para acompañar a un espárrago ornamental y a un cactus.  De cuando en cuando el "torito" aferrado a un húmedo tronco, esparcía el agradable perfume de sus flores.

 

Detrás de la casa había un gran potrero y contiguo a éste una "montañita", poblada de grandes árboles autóctonos.  Siempre se respetó la condición natural de esa área y por tanto nunca se chapeó, podó, cortó o sembró ningún árbol u otro tipo de vegetación.  Dichosamente esa práctica aún se conserva.

 

La propiedad tenía una lechería, cuya estructura también albergaba un gallinero, un aposento pequeño para la máquina de cortar el pasto, una bodega, un chiquero para encerrar los terneros mientras se ordeñaban sus vacunas madres pero que también era utilizado para los cerdos.

 

En el potrero y cerca de la parte de atrás de la casa, en dirección de la "cocinilla" (estancia contigua a la cocina principal) había un galerón para resguardar leña, madera y el pilón para descascarar el café (para luego tostarlo y molerlo para consumo de la casa).  El galerón tenía un tabanco (espacio entre el techo y el cielo raso), en donde se extendía el café en bellota para secarlo.

 

En el costado sur de la casa, saliendo por la cocina, había un patio y una huerta de regular dimensión.  Según la época del año se cosechaba maíz, vainicas, frijoles, tomates, culantro, chiles dulces y otras hortalizas; hierbas medicinales como manzanilla, altamiza y zacate-limón.  Como huéspedes permanentes de la huerta se tenía una veranera, un lirio blanco, unos humildes gladiolos, una olorosa gardenia, una mata de algodón y, desde mis primeros años escolares, un árbol de mango producto de la sabia campaña del maestro de música y agricultura, don Lorenzo Elizondo Sáenz, cuando solicitó a todos sus pupilos llevar una semilla de un árbol frutal para sembrarla en un tarro.  Una vez nacida, cada uno la transplantó en el lugar de su preferencia. ¡Mí árbol aún subsiste!

 

En todo el contorno de la casa existía suficiente terreno para nuestros juegos y aventuras.  En pequeña escala tenia sembradíos de café, caña, pasto y árboles frutales de naranjas, limones, limón ácido, naranja agria, manzana (toda una novedad en aquellos tiempos), manzana rosa, lima, mango, nectarina, durazno, guinea, anonas, granadas y quiubras.  Viandas como chayotes, plátanos, ayotes y chiverres.  Además árboles o arbustos de: robles, raspa-guacal, llama del bosque, poró, Jacaranda, güitite, reina de la noche, bambú, higuerilla, catalina, etcétera.

 

La propiedad era travesada en su totalidad (de sur a norte) por una quebradita, que pasaba unos metros antes de las gradas de ingreso al corredor de la casa, potenciando la belleza del jardín.  Otra sección del terreno era surcada por un riachuelo de mayor tamaño, permitiéndonos chapotear en una pequeña poza.

 

Luego de varios años de residir en ese pequeño paraíso se construyó un aserradero, para lo cual se destruyó parte de la vegetación, entre ella una hilera de árboles de naranja tratados contra la mosca del mediterráneo.  A pesar de ese atentado ecológico, rápidamente el aserradero se sumó a los sitios de atracción para nuestros juegos y con él las nostálgicas "tucas" y el "aserrín" (así denominábamos el sitio en donde se acumulaba el aserrín cuando los troncos eran cortados ruidosa y rítmicamente por la implacable sierra).  Cual campo de batalla, ahí ejecutábamos nuestras campales guerras de terrones.

 

Hacia el noroeste de la finquita, cruzando una calle secundaria, se tenía acceso al trapiche construido en un potrero semi-cenagoso.  En esa misma propiedad pero con frente a la calle Higueronal estaba (y aún se encuentra -ya modernizada-) la casa de mi hermano mayor.  Cerca del trapiche y de un cafetal de por medio, residía la familia de un tío muy querido, dueña en la actualidad de un sector de "mi" antigua finca.

 

He trazado apenas una pequeñísima pincelada sobre los principales lugares que enmarcaron mis años de niñez y juventud.  Describir los encantos que tenía cada uno de los rincones de la acogedora propiedad y sus alrededores merecen capítulo aparte.  Todos fueron testigos de innumerables aventuras y juegos, ya fueran tradicionales: casita, quedó, bate, mejenga, mecate, pulpería, escondido, "ambo, ambo, matarilerileón", "caracol col col se lo lleva la corriente", "mamita, se me perdió la plata (incluida la persecución del culpable para su merecido castigo)", "doña Ana no está aquí, anda en su vergel...".  O de juegos que florecieron por las circunstancias del entorno: "navegar en las tucas, cual imaginarios barcos", "saltar las tucas con garrochas", "guerra en el aserrín", "abracadabra pata de cabra- en el aserradero-", festejos de cumpleaños con queques de aserrín adornados con flores naturales, subirse a los árboles de higuerilla para pilotearlos (agitarlos fuertemente) cual si fueran aviones, o simplemente acostarnos boca arriba en el potrero para descansar y de paso observar las figuras que formaban las nubes, antes de escuchar el llamado de nuestras respectivas madres invitándonos "¡A comer!".

 

Con la complicidad de la luna llena jugábamos de "fantasmas" (alguien envuelto en una sábana se escondía detrás de un árbol de la montanita, para repentinamente salir y avanzar, emitiendo aullidos, hacia el asustado grupo de niños).  También improvisábamos sesiones de canto, veladas artísticas y metafísicas tertulias sobre el juicio final y la infinitud del universo.  ¡Tamaño nudo se formaba en nuestro cerebro!.

 

Merece especial tratamiento la infantil osadía de jugar "a vacunar" utilizando como aguja la más larga, filosa y firme espina de algún árbol cítrico y como líquido inmunizante, el agua obtenida directamente de la quebradilla que atravesaba el jardín que, aunque cristalina, su potabilidad era dudosa.  Tengo que reconocer que yo era la inocente victimaría, pero a mi favor está el hecho de que mis pequeños pacientes hacían fila dócil y voluntariamente para recibir la aplicación de tres pinchazos en la parte superior del brazo, sobre los cuales depositaba igual cantidad de gotas del dudoso líquido.  Valga aclarar que esta técnica -con los instrumentos y líquidos apropiados- era la utilizada por los expertos cuando nos vacunaban en la Escuela en campañas masivas para erradicación de ciertas enfermedades-.  Asimismo, que a ninguno de mis pacientes se le inflamó el brazo, pero sí cuando recibieron la dosis de las vacunas de verdad.  ¡Qué cosa!

 

Si bien he citado varios juegos, la lista real es mucho mayor pues, como todo niño, los inventábamos espontáneamente aprovechando cualquier circunstancia y elemento a nuestro alcance (a la mejor porque en ese entonces el televisor no era parte de los hogares).

 

A manera de ejemplo sobre la forma en que empleábamos el tiempo en sanas cuestiones, narraré la persecución que debía hacerse a gallinas fugitivas.

 

El gallinero era utilizado por gallinas dóciles pues las más intrépidas se refugiaban en los brazos de Morfeo en un árbol de güitite, exponiéndose a ser alimento nocturno de los zorros; por su parte, las más aventureras, una vez disfrutado el matutino desayuno de mezcla y maíz recién cosechado ¡qué lujo!, por su natural instinto se daban a la tarea de construir sus nidos en lugares más interesantes que los tradicionales cajones de madera cubiertos de paja, dispuestos estratégicamente en el gallinero.

 

Quien asumiera el oficio de perseguir a la cacareada gallina para descubrir su escondite natural, debía poseer cualidades detectivescas y paciencia franciscana, pues la perseguida, tratando de desubicar al sigiloso adversario, caminaba parsimoniosamente y deteniendo de cuando en cuando su disimulado picoteo para sugerirle, cuello en alto, que el trayecto hasta entonces recorrido ¡nada que ver!

 

Si concluía con éxito la empresa, la emoción de tener a la vista el codiciado nido hacía olvidar el tortuoso camino que la habilidosa y mañosa gallina hacía recorrer a su fugaz e inoportuno espía, obligándolo a sortear alambres de púas, matas de ortiga, troncos y quebradas.  Si la plumífera ave lograba despistar al detective de turno, días posteriores acudía presurosa, rodeada de sus pequeños y bulliciosos polluelos, al siempre matutino llamado del pu, pu, pu, pu, pu, pu, pu, pu, ; pu, pu, pu, pu, pu, pu, pu, pu, .

 

Volviendo propiamente a la casa, me referiré a la cocina -sitio especial de todo hogar-.  Ahí se encontraba la enorme cocina de hierro, a cuyo alrededor nos sentábamos en las frías mañanas de verano para desayunar las suculentas y calientitas tortillas caseras recién salidas del comal, acompañadas de cremosa natilla y exquisito aguadulce -para los pequeños- o café -para los grandes-.  A un costado había una especie de baúl con patas, también utilizado como asiento para recibir con mayor comodidad el calorcito del fuego.  En el interior de ese cajón se resguardan las tapas de dulce.  Completaban el mobiliario un moledera, una pila, un trastero, un trinchante, un taburete, una banca, una mesa y sillas.

 

La "cocinilla" era una amplia y multifuncional habitación aledaña a la cocina principal: albergaba un armario de grandes dimensiones para guardar revistas, libros y periódicos; una mesita para colocar la máquina de moler el maíz, el café y el arracache; una mesa para la máquina de forrar botones de tela (se brindaba servicio a todo el pueblo); un moledero en el que se ponían las ollas grandes (sus respectivas tapas se colocaban contra la pared sujetadas por una regla fijada a ésta).  Había también dos canoas de madera para guardar frijoles, cubaces, maíz, racimos de plátanos y aguacates traídos por algún familiar desde Pérez Zeledón.  En caso de lluvia, podía tenderse ropa en ese lugar.  Sin embargo, el tesoro más preciado de esa estancia lo constituía el homo de barro que había construido mi padre en vida de mis abuelos.  En él se asaba el biscocho, el pan casero, el picadillo de arracache y los suspiros cuando las cantidades de las recetas debían multiplicarse por algún acontecimiento especial: Fiesta Patronal, bodas, novenarios, cabos de año y en la confección de algunos de los platillos del dietético menú de Semana Santa.

 

Dignos de recordar son los juegos de naipes (brisca y ron), celebrados muchísimas noches alrededor de la mesa de la cocina, con la participación de adultos (incluidos mis padres), jóvenes y niños que por observación conocían la mecánica del juego (me incluyo entre ellos).  Gran algarabía se formaba cuando descubríamos alguna trampa hecha con picardía y disimulada sonrisa por nuestro vecino y querido tío, quien, pienso yo, las realizaba para agregar humor y salero al familiar convivio ¡y vaya que lo lograba!, aunque no tanto para mi inolvidable papá.  Mi hermano mayor y sus hijos también eran partícipes de esas veladas porque tenían la buena costumbre de visitamos todas las noches.  Durante o al final de esos juegos, mi también recordadísima mamá nos deleitaba con chocolate caliente, aguadulce, fresco, rompope, pan casero, rosquillas de masa, tamal asado -dulce o salado-, cajetas, turrones con semillas de ayote, naranjas, anonas y demás posibilidades gastronómicas, según la ocasión.

 

Estas "jugadas de naipes" muchísimas veces resultaron ser el preludio de narraciones recurrentes sobre diferentes tópicos de la "Revolución del 48", debido a que varios familiares muy cercanos (entre ellos mi hermano mayor y tres tíos maternos) habían participado activamente en ese conflicto; por tanto, los de más edad conocían de fuente primaria y fidedigna la verdadera historia sobre el nacimiento, desarrollo y conclusión de ese vital e importante acontecimiento para la democracia del país.

 

Por otra parte, como un tío y uno de mis hermanos, habían llegado a Coto Brus cuando aún era montaña, aprovechaban esos momentos para contar anécdotas sobre abras, culebras, tigres y dantas, acaparando la atención de grandes y pequeños.  Tratándose de historias de serpientes, conforme aumentaba el suspenso, nuestros pies iban buscando la seguridad en la parte superior de la banca, silla o taburete (no fuera ser que nos sorprendiera una horripilante culebra enroscada en un rincón).  ¡Qué grito y enojo dejaba escapar quien repentinamente fuera tocado sigilosamente por un gracioso bromista, simulando una mordedura de tan repulsivo animal!

 

Otras veces se comentaba sobre misteriosas "apariciones", sucesos sobrenaturales ocurridos a un paisano, luces que se escapaban de los cementerios para detenerse por donde debía pasar el siempre solitario caminante, que del susto quedaba medio muerto.  Como es de suponer, con semejantes historias ni a palos nos íbamos solos para la cama.  Debíamos esperar hasta que terminara la tertulia para que algún adulto nos acompañara a dormir.

 

A continuación me referiré a la Navidad, época mágica de inocentes ilusiones.

 

La disfrutaba desde finales del mes de noviembre, coincidiendo con la cercanía de las vacaciones escolares y el fenómeno atmosférico denominado "las navidades", provenientes de la Cima y el Cañón.  Eran acumulaciones de finísimas gotas de agua, de aspecto blanquecino.  No constituían una amenaza de lluvia sino señal inequívoca de que se avecinaba la época más especial del año: el verano y con él las vacaciones, la Navidad, las cogidas de café, el baile del 31 de diciembre, la Fiesta Patronal, paseos improvisados, lunadas, encuentros con amigos o visitantes esporádicos de otros lugares.

 

Los vientos alisios, cual varita mágica, pintaban de brillantes y alegres colores todos los rincones del pueblo, sus árboles, sus casas, sus potreros, sus cafetales.  Eran (y lo siguen siendo) capaces de transformar el espíritu colectivo y, especialmente, el mío.  Muchas veces, deseando potenciar la gratísima sensación que me producían las ráfagas, deseé ser levantada cual hoja de árbol.  Esos vientos constituían el preludio de la Fiesta de la Alegría, con su intercambio de tarjetitas de "Felices Vacaciones", la artística y colorida exposición de manualidades que al final de cada curso lectivo organizaba la Niña Libia, pero, principalmente, el anuncio de que pronto acabaría la larga, más bien larguísima, espera de la Navidad.

 

¡Cuántos juegos terminaban cada tarde en un círculo de soñadores niños!, divagando sobre las posibles formas y medios que utilizaría el Niñito Dios para dejar al pie de nuestras camas la interminable lista de regalos que tarde con tarde repasábamos y repasábamos, temiendo olvidar alguno, ¡Qué misterio!  Sin embargo, cada uno regresaba a su casa con la plena seguridad de que el Niño Dios sabría ingeniárselas para llegar justo cuando nuestro sueño era lo suficientemente profundo para no ser descubierto, fuera que descendiera por la chimenea (de la cocina de leña) o por cualquier rendija. Total, ¡se trataba del mismo Dios, para quien todo es posible! (fe ciega, digna de seguir practicando).

 

Pasaban los días y debía iniciarse la confección del portal y el arbolito de navidad.  Rara ello nuestro padre o un hermano debían traer la lana blanca desde una propiedad un poco lejana.  Cuando regresaban con el fresco y húmedo tesoro resguardado en sacos de gangoche se iniciaba la confección del portal y con ello nuestra ilusión.

 

(Valga destacar la belleza de la lana que tradicionalmente se utilizó en esa región: de color amarillo paja con partes verde tierno y delicados remates de rojo pastel.  Su aroma es... ¡símbolo de navidad?  Para tranquilidad de los ecologistas, dentro de los que me incluyo, en la actualidad es prohibido recolectar ese tipo de flora.

 

Para confeccionar el portalito se utilizaban cajas, tucos de madera, piedras, aserrín, papel encerado, goma -hecha en casa-, escarcha, y otros materiales a criterio, gusto e ingenio de las improvisadas ingenieras y arquitectas -mis hermanas-.  Poco a poco y ante nuestras expectativas miradas iba tomando forma un pintoresco pueblito, con sus casitas, caminitos, iglesia, plateados ríos, puentes, montañas, ovejas, pastores, corral, gallinas, caballos, cerdos, camellos, palmeras, elefantes, muñecas, coro de cantores (cada uno con un instrumento diferente), patitos sobre espejeados lagos y cuanto adorno hubiera, eso sí, buscándole un estratégico lugar en el portal.  Todas esas figuras eran colocadas en plano secundario con respecto a los elementos principales: el pesebre, el Niñito, la Virgen, San José, el Ángel y los Reyes Magos (Gaspar, Melchor y Baltasar), venidos del Lejano Oriente.

 

La tarea de montar el arbolito resultaba más sencilla.  Se disponía de una rama de ciprés o cualquier otro árbol y se colocaba en el centro de un recipiente para fijarla con piedras (o la tradicional cruz de madera).  Con yeso blanco se forraban el tronco y las ramas; se le colgaban muñequitos, pajaritos, gallitos planos, campanitas bolitas y lluvia de colores navideños y nieve.  Por último -en tiempos más modernos-, se colocaban las series de luces, fijas e intermitentes.

 

Yo disfrutaba el esplendor del arbolito, pero mi mayor ilusión era el portal.  Si aún la conservo, ¿cuánto más en mi niñez y adolescencia?

 

Otro elemento imprescindible dentro de los preparativos para la Navidad eran los suculentos tamales de cerdo.  Tamaña tarea esperaba a la familia: matar el cerdo -por sí solo todo un acontecimiento- y de paso hacer los tentadores chicharrones; condimentar muy bien la carne para los tamales (pues del caldo resultante depende el sabor de la masa y por ende del producto final).  Cortar las hojas, soasarlas en una hoguera, despegarlas por secciones de la venilla central, limpiarlas por ambos lados.  Cocinar el maíz, molerlo, repasarlo (lo más aburrido), colarlo (en tela de manta), cocinar la masa con el caldo -sin dejar de moverla para que no se apelóte-, agregándole sal, grasa y otros condimentos.  Preparar el pipián y las amarras, cortar los chiles en tiritas y las zanahorias en rodajas.  Todo dispuesto y la masa en su punto, se confeccionaban los tamales, apiñándolos de dos en dos para amarrarlos con sofisticado arte -ni muy flojos para que no se "rieguen" al hervir, ni muy socados para no romper la envoltura-.

 

Todo ese trajín significaba una fiesta para los más pequeños pero, sin duda, un oficio agotador para los adultos, pues no se trataba de hacer cincuenta tamales, sino hasta casi cuatrocientos, incluido el tonto, que era el último en confeccionarse, caracterizándose por ser el más grande pero sin carne.  ¡Tonto a quien le tocara!

 

La Niña Libia (ya me referí a ella con anterioridad), cada año escogía a uno del grupo para que le ayudara a confeccionar el portal y el árbol, teniendo la sabiduría de comunicárselo discretamente para evitar la "envidia" del resto; por su parte, el escogido guardaba celosamente el secreto para no poner en peligro su designación.  En varias oportunidades a mí me correspondió ese honor (sería porque con frecuencia le preguntaba: "Nina Libia, ¿cuándo va hacer el portal?"

 

Ese acontecimiento era importante porque generalmente ella montaba el portal antes que en nuestras casas, adelantando el espíritu navideño ¡con lo que lo ansiábamos!.  Además, estábamos a la expectativa de ver los adornos nuevos, ya fueran confeccionados en las clases de manualidades que ella impartía o adquiridos en viajes que realizaba a la capital.  Por otra parte, Niña Libia nos daba cierta libertad para poner en práctica nuestras incipientes habilidades portalires -asunto importantísimo para nuestro ego-.

 

Cuando me entregaba la caja conteniendo los adornos, la tomaba con la sensación de tener un tesoro en mis manos.  Los sacaba uno por uno para colocarlos, debidamente ordenados, en la mesa o en el suelo, de tal forma que los pudiera escudriñar y disfrutar en toda su magnitud.  A la imprescindible Sagrada Familia y demás acompañantes, se le unían pozos de agua, palmeras, camellos, animales de granja, casitas de madera de vivos colores o rústicas y redondas chozas de indio, "soldaditos valientes" con su impecable uniforme, grandes pastoras de papel brillante, venaditos sobre troncos cubiertos de blanquísimo yeso y centellante escarcha, correspondiendo a la base de una espigada candela eléctrica.

 

Otro entrañable recuerdo fueron los ensayos para protagonizar el papel de pastora.  Estando en los últimos años de la Escuela, mi padre accedió a que mi hermana y yo participáramos en los actos litúrgicos navideños dentro del grupo de pastorcitas.  Como requisito debíamos asistir a las clases de canto y danza, impartidas con excelente disposición, aunque no con igual destreza, por unas piadosas y devotas dirigentes.  La deficiencia en el danzante arte, la compensaron con el amor y la paciencia hacia sus pupilos y con el refinado gusto mostrado al escoger el lugar para los ensayos: un paradisíaco y elevado potrero repleto de "santalucías", con vista hacia la parte baja del pueblo.  Esas tardes veraniegas de pastoriles sueños representan para mi hermana y para mí un inolvidable y tierno recuerdo porque disfrutábamos toda la ruta: subir por la calle Higueronal para luego desviamos y ascender al potrero por un angosto trillo, debiendo pasar otros potreros antes de llegar a la pista del navideño baile.  Ahí no solo atendíamos las directrices de nuestras instructoras, sino que jugábamos y corríamos al ritmo del viento recogiendo ramos de "santa lucías".

 

Por razones de tiempo, concluyo aquí parte de mis recuerdos, quedando la mayoría en el tintero y con las ganas de haber desarrollado algunos "vivenciados" en exclusividad con cada uno de mis hermanos y hermanas.