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Mis
amores con la Segua
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(Cuento)
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Fulvio Paniagua Gamboa
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Como ustedes lo
saben, la Segua a más de un
cristiano ha dejado con los pantalones mojados y con una yedentina,... ¡ya ustedes
saben a qué! Aparece sólo en las noches, cuando no hay ninguna estrella y
están más oscuras que el alma de los que se portan mal, andando amigados con
el Pisuicas. ¡Que lo diga
yo! Me sucedió lo mismo una noche que me había quedado solo y estaba dándoles
un descanso a Los Chatos (así se llamaban mis bueyes), después de una gran
trabajada.
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La noche me había
alcanzado en la montaña, en un camino lleno de zanjas. Pero a la par de mis
Chatos a mí nada me asustaba. Era invierno y había llovido toda la tarde.
Tenía el pantalón mojadito, pero con agua de lluvia de aquel tiempo, limpia.
Al llegar al Río Montaña, dio la suerte que la luna había salido y en un
momentito, el cielo se limpió de nubes y la noche parecía que se había
aligerado a encontrarse con la mañanita. Clarito, clarito, quedó todo. En ese
momento me di cuenta que el río estaba creciendo porque lo tenía tan conocido
como a mi propio cuerpo. Crecía con tanta fuerza y rapidez que arrancaba las
ramazones que se le atravesaban en su camino.
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Después de dar
tiempo y descansar un poco más, puse una piedra como señal para ver en qué
momento dejaba de crecer el río. Esperando y dándole de comer a los zancudos,
vi que el agua se retiraba de la piedra. En aquel tiempo, esa era la forma de
calcular el peligro de los ríos. Si el agua tapaba la piedra, era mejor
quedarse sin cruzarlos, porque si uno se arriesgaba hasta ahí podría
prestársela Diosito.
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Cuando calculé
que podía animar los bueyes para cruzar el río, me quité el pantalón que era
lo único que andaba puesto. Me lo arrollé en el pescuezo para no mojarlo
con el agua sucia del río, y ya en pelota, me subí a la carreta. Les hablé a
los bueyes para que nos echáramos al agua, pero los sentí nerviosos, como si
estuvieran viendo algo. Los animé otra vez como yo sabía que me entendían.
Nos tiramos al agua y sentí a mis bueyes como si algo los persiguiera.
Cruzamos medio atravesados por la fuerza de la corriente, pero llegamos a la
otra orilla.
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Paramos y me bajé
de la cureña, sosteniéndome
de una de las ruedas mientras me encajaba el pantalón. A pesar de ser tan
mansitos mis bueyes, los noté más matreros. Me agaché,
ensarté la pierna derecha en el pantalón (porque dicen que por el lado
izquierdo siempre va el diablo) y al meter la otra, enderezándome, ¡vieran
qué susto me llevé! No ven que en la horqueta de la cureña estaba montada la
mismita Segua. En ese momento me enseñó los dientones de arriba, tan
larguísimos que le llegaban hasta la punta de la quijada. Tenía los ojotes
hundidos que brillaban como dos carbones encendidos cuando los sopla el viento,
y parecía que se le iban a salir por detrás de la cabeza. Con el pelo largo y
erizo, igual al que llevan los saínos en la espalda.
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Fue un momento en
que yo no encontraba qué hacer. Salir corriendo y dejar solos a mis bueyes,
era una pendejada. No sé cómo me atreví a decirle:
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- "¡Qué putas
estás haciendo aquí! ¡Asustarme vos a mí, jamás! Yo soy muy garañón. No me han
asustado los hombres buenos a los golpes, ni las mujeres de verdad, menos una
disfrazada, creyendo que le voy a dar agua a los caites. ¡Qué fea que te
ves así!"
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En ese momento,
seguro asustada de oírme, me dijo:
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- "Nadie se ha
atrevido en toda mi vida de maldición a decirme algo; hasta hoy. Todos han
salido corriendo. De ahora en adelante nosotros vamos a ser muy amigos."
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De inmediato
aquel espanto, sin saber yo cómo, se transformó en una mujer lindísima, que
me puso a lambiarme los labios,
imaginando su sabor dulcito. Y todavía más cuando muy sonriente me enseñó
unos dientitos muy blancos y parejitos, diciendo:
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- "Bajo mi
palabra de honor, voy a llegar todas las noches a dormir con vos."
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Y casi sin
terminar, desapareció.
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Seguí el camino.
Los Chatos ya no estaban tan meleros como cuando
sintieron aquel espanto. Pensé malicioso que algo le gustó a la Segua cuando
me encontró desnudo, poniéndome los pantalones. La verdad es que ahora ni me
acuerdo qué otras cosas se me vinieron al entendimiento después de ver que
aquello tan horrible, se convirtiera en una mujer tan linda como no había
imaginado que existiera sobre la tierra. Menos de oír que ella, de manera
firme, me dijera:
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- "Voy a llegar
todas las noches a dormir con vos."
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En ese tiempo
había escasez de mujeres en aquellas soledades. En los montañones,
las que había no se metían con un hombre si antes no había un compromiso de
verdad; juntadas o casadas, pero hasta la muerte.
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Llegué al
campamento, desenyugué los bueyes y comí algo calientito que me dio una de
las cocineras que me esperaba preocupada, pensando que algo malo me había
sucedido.
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Cerré la boca y
guardé el secreto, hasta hoy que se los cuento a ustedes. Me acosté cansado y
con sueño; hacía mucho frío. Dejé de pensar en algo que podía ser o no ser,
me dormí.
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Les aclaro que yo
dormía en un ranchito cerrado, como a diez varas del galerón donde lo hacían
los otros bueyeros, uno a la par
del otro sin ninguna división. Dormía aparte porque los despertaba a cada
rato con mis ronquidos. Ellos que también se acostaban cansados, vivían
echándome indirectas como: "Sólo los chanchos roncan cuando duermen; ronca
más que el caballo renco de ñor Jacinto; ronca más
que una boa toreada; parece un tepescuinte cuando lo jincan con una varilla
en la cueva", y cosas parecidas.
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A
la par de mi ranchito, estaba el palo donde dormían las gallinas. Ahí
llegaban los zorros a tratar de comerse alguna casi todas las noches. Como
tengo el sueño muy liviano, los oía, entonces con un par de planazos del
machete que pegaba en uno de los horcones del rancho, los espantaba,
gritándoles:
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- "¡Espérense, ya
enciendo la carbura, cargo el rifle
y les meto un tiro, jueputas! No había zorro que
aguantara otra vez mi grito. Dejaban de llegar a interrumpir mi sueño por
largo tiempo.
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La noche
siguiente de aquello que me había pasado, un calorcito me despertó. ¡No van a
creer ustedes que aquella mujer me estaba cumpliendo su palabra! Estaba
acostada a la par mía, haciéndome caricias. Vieran qué lindo me trató, tanto
que de ahí en adelante, nunca volví a decirle Segua, seguí llamándola
"Guita". Como les dije, me guardé el secreto y ella siguió visitándome todas
las noches.
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Un día, uno de
los compañeros de trabajo, maliciando algo, me dijo:
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- "Hombre, Gato
Luis, ¿por qué todas las mañanas vos amaneces con olisco a mujer? ¡No te
hemos visto andar con trasnochadoras y hasta el rancho donde dormís, yede a perjume !Decinos la verdad, tal vez hay un comedero cercano también
para nosotros."
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Pero qué va, no
les solté nada de aquello que hacía con "Guita" cada noche. Yo sé que un
secreto, si sale de la boca de uno, se riega por todo lado como las semillas
de jaragua.
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Yo había jurado
no volver a Puntarenas, por una que me había pasado la única vez que había
ido allá. Pero un paludismo bien sembrado y la carga que estaba llevando con
Guita, noche a noche, me puso en el puro güeso y a la orilla de
la muerte. Así se lo dije una noche, y ella me contestó de inmediato:
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- "Gatito (así me
nombraba ella), no ves que la carne más sabrosa es la que está pegada al güeso y, ¿qué voy a hacer sin vos en las noches si ya
estamos jateados a dormir
juntos?"
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Llegó el momento
en que no pude resistir los fríos y calenturas que de día de por medio me
visitaban sin fallar. Tuve que irme a Puntarenas, en una lancha que llegaba a
la costa cada ocho días. Era una travesía infernal, de un día y una noche
para llegar allá. No tenía otra salida; buscar un doctor en Puntarenas o
esperar la muerte.
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Un día resolví
irme para el Puerto. Me embarqué como a las cinco de la tarde y llegué allá
dos días después, de madrugada. En el muellecito, encima de unos sacos de
frijoles, me dormí hasta el amanecer. Al despertar, busqué un lugar para
comer algo y después, me fui a buscar un doctor. Cuando lo encontré, él se
puso una cosa en las orejas, me apretó con algo el lado del corazón, y
comenzó a contar hasta sesenta. Al ratita me dijo:
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- "Vea, don,
usted sí que viene jodido. Voy a indectarlo ya. Le voy a dar
unas pastillas que no debe fallar de tomarse, una cada seis horas. Si no se
las toma como le digo yo, se muere. Ya es cosa suya, vea que se lo advierto."
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Como tuve que
estar ocho días en el Puerto, comprobé el efecto del tratamiento. A los tres
días estaba como cuando comencé a dormir con Guita, y ya de eso hacía como
tres meses.
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¡Qué tirada!,
vieran la falta me hacía "Guita" allá en el Puerto!, pues ya me había acostumbrado a dormir con mujer todas las
noches... para decirles, no aguanté su ausencia.
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Una noche y sin
buscar mucho, me encontré en El Taicaré, a una mujer de
aquellas que llaman "de la vida alegre". Me acosté con ella pagándole cinco
pesos por noche. Claro, en aquel tiempo eso era un platal, pero yo me lo
había ganado a pura penca y a fuerza de
mis bueyes.
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Llegó el momento
de mi regreso a la costa. Venía como nuevecito para seguir mi trabajo: en el
día con mis bueyes y en la noche con Guita. Le llevaba a mis compañeros de
trabajo y a las cocineras del campamento pan de Puntarenas. ¡Vieran qué
sabroso era aquel pan!
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Llegué en la
tarde al campamento. Entusiasmado, repartí mi regalo y me pasé el resto del
día contándoles todo lo que me había pasado en el Puerto. Desde luego,
aquello de meterme con otras mujeres a nadie se lo dije, aunque no era un
secreto para los que iban a Puntarenas eso de meterse con mujeres de la vida.
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Esa noche me
acosté temprano para esperar a Guita. Estaba en vela cuando apareció. No
llegó como la Guita que yo esperaba, sino como la pura Segua, horrible y
bravísima. Lo único que me dijo a grandes gritos fue:
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- "¡En tu primer viaje a Puntarenas te fue feo, y en éste, te
volviste a meter con putas. Ya no me esperes nunca, sarnoso, desgraciado, mal
agradecido!"
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En mi vida había
visto una mujer tan brava, si es que a la Segua se le puede decir mujer. Ni
me imaginaba, por más que le diera vuelta al cálamo, que podían ser
así cuando se enojan.
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Pensando que
podía encontrarla otra vez a la orilla del Río Montaña o en alguna otra parte
solitaria, me dio por andar de noche para ver si me salía, como aquella vez.
La llamaba en la oscuridad de las noches para ver si la contentaba, pero no
apareció.
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¡Vieran la falta
que me hizo! Tuve que conformarme con el recuerdo. No la he vuelto a ver, ni
siquiera para asustarme.
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Tal vez por eso,
quiero dejarles un consejo, para que no les pase lo mismo que a mí: No sean
jodidos con la mujer que los quiere.
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