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¡Mi Abuelo!

(Relato Historia de Vida)

 

Wendy P. Barrantes Jiménez

 

Si tuviera que definir a mi abuelo, en una sola palabra, diría que fue valiente; ¡si, valiente! Hasta el último segundo de vida que Dios le regaló.

 

Aprendió a temprana edad, a sus doce años, para ser exactos; cuando muere su madre Mercedes. Allá, en su siempre querido y recordado, Santiago de San Ramón.

 

Más tarde, volvería a probar su valentía, al dejar todas aquellas comodidades recientemente adquiridas como: la luz eléctrica, el agua potable o la simple pulpería a la vuelta de la esquina. Ni que decir del templo; ¡tan importante! Para ir a escuchar misa y limpiar la conciencia, de uno que otro traguillo que se "metió", en la cantina del pueblo; para darle calor al cuerpo y distraerse hablando un poco con sus amigos y vecinos de: los bueyes, de a como estaban pagando la cajuela de café, o del mal que nos aqueja hasta el día de hoy, el estado de los caminos ¡tan esencial! Para sacar las cosecha.

 

Quizás, le contaría en confidencia a un buen amigo, de aquella chiquilla, a la que vio pasar un día de Fiesta; de la cual quedó inmediatamente y para siempre prendado ¿Y cómo no? ¡Era tan linda! Con un par de trenzas rubias, y unos ojos claros ¡Que lo encantaron, desde entonces!

 

Después, averiguaría que era una de las hijas de José Quirós, dueño de un trapiche ¡Bueno! Sobra decir, donde siguió comprando el dulce mi abuelo.

 

¡Sí! En aquellos tiempos, era dejarlo todo; pero a él no le importó. Quería conocer aquellas tierras de las cuales, sus primos los Paniagua, le habían hablado tanto.

 

Un buen día, del año 1935, a sus veinticuatro años ¡Bien animado! Tomó fuerzas y se aventuró.

 

Después de un año volvió ¡Venía como loco! Era todo lo que le habían dicho, y mucho más. Sobre todo Hojancha, lugar que llamaron así; ya que según mi abuelo, por la cuesta de lo que hoy es la entrada al beneficio Coopepilangosta. Existió una casona, cuyo propietario fue don Leovigildo Castillo; cuyos terrenos alrededor eran muy fangosos; propicios para el crecimiento del árbol de hoja ancha, muy abundante por ese entonces. Y a lo que, la gente acostumbró a decir: _vamos a la casona de hojancha. Para cuando mi abuelo llegó, ya se había omitido lo primero.

 

Aunque esas tierras eran más de lo que él esperaba. ¡Había, que romper montaña! Porque ni siquiera habrían caminos que criticar.

 

El agua, o se "jalaba" en el balde, del río más cercano, o había que pedirle a Dios; para que a la primera, todo el esfuerzo e inversión que implicaba hacer un pozo, valiera la pena, no topando con una roca.

 

La pulpería, era un sueño, que más tarde haría realidad, precisamente mi abuelo. Mientras tanto, habían dos opciones, o aprovechar; en carreta por la montaña; y luego en lancha hasta Puntarenas. Opción que fue la más utilizada, durante los primeros años. O, ir al pueblo más cercano,  Nicoya, una vez que se abrió camino por lo que hoy es Matambú, a unos catorce kilómetros a caballo. ¡Solo para comprar lo más básico! Y uno que otro gustillo, que por tanto trabajo, se lo tenían más que merecido. En el que no podía faltar ¡Por supuesto! Una buena botella de vino; que le hiciera competencia, al guaro de contrabando, que por aquellos días vendiera doña Bertilia.

 

El templo ¡Ni siquiera existía! Pero podría asegurar, que él quería estar en paz con tatica Dios ¡Como diría mi abuelo! Se hacía más cristiano ¿La razón? ¡Muy simple! En lugar de misa se leía la biblia ¡Y lo que nunca podía faltar! El rezo del Santo Rosario. Además, el que quería confesarse o tenía que esperar la próxima visita del sacerdote, que era cada tres meses, o hacerlo con el puritico Dios ¡Si se tenía, el "saco" lleno! No, no era, ni sería fácil ¡Y de hecho, no lo fue! Durante el año que permaneció ahí. Primero en Zapotal y luego en Rio de Oro, labrando aquella tierra, que cada día lo enamoraba más.

 

Pero él, no le tenía miedo al trabajo, y todo eso, lejos de asustarlo, lo llenó de más empeño.

 

¡Para domar, esa tierra bravía! Que a la vez, era sutil y mansa, para personas que como mi abuelo, la trataban con respeto y amor.

 

Y convencido hasta los huesos, que esas tierras eran el "edén" Guanacasteco ¡Regresó! A su natal San Ramón; para contagiar de ese mismo sueño, a su padre don Fructuoso ¡Y es evidente, que lo logró! Ya que al poco tiempo don Fructuoso; quien no quiso volverse a casar. Vendió todo lo que tenía, y con su corazón lleno de expectación y esperanza por tanta maravilla, emprendió el viaje a lo que sería, una nueva vida.

 

En aquellos suelos fértiles, que según las vehementes descripciones de mi abuelo, a semejanza de la tierra prometida, poquitico le hacían falta para que brotaran leche y miel.

 

Acaso, las intenciones de don Fructuoso, no serían solamente la de terminar de criar a sus catorce hijos; sino también la de refugiarse más en sus oraciones, ya que _Después de la muerte de mamá, papá se hizo más religioso. Me aseguró, un día mi abuelo, con la voz un poco melancólica; un poco... ¡Suspendida en el tiempo! ¡Y claro! Aquel lugar sonaba perfecto, para ambas cosas.

 

Pero la lucha, apenas si empezaba; después de vivir en una casa ¡No lujosa! Pero buena, porque era de madera, no de adobe, como se acostumbraba, por aquellos días.

 

Ahora habría que conformarse con hacer un ranchito ¡Mientras venían mejores tiempos! Allá, en la finca de ochenta hectáreas, que don Fructuoso compró en abonos de mil colones, a tres años. Y a la que él llamó "La Cueva", quizás haciendo referencia a lo lejano y escondido del sitio.

 

El mismo sería de madera ¡Sí! Pero de la más rústica y sencilla. Y el techo de paja, para que aquellos "cartagos", como les decían los lugareños, soportaran un poco el calor, que en ocasiones se hacía simplemente ¡Insoportable! Y al que no quedaba más que acostumbrarse. Habría que escoger un buen sitio, no muy largo del río, para que la "jalada" del agua, no fuera tan pesada. Sobre todo pensando en sus hermanas ¡A quienes les tocaría semejante tarea! Ya que los varones, estarían trabando en el campo, durante casi todo el día. Pero tampoco muy cerca, por aquello de que en invierno el río se rebalzara. Cosa que ¡Gracias a Dios! No llegó a pasar.

 

Y no era cuento, muy tempranito a eso de las tres de la madrugada, mi abuelo, su padre y sus hermanos ya estaban en pie ¡Listos, para empezar la faena!

 

Unos preparando los bueyes, otros alistando los machetes... las palas, otro buscando semillas, de un ahí "nuevo" cultivo, el frijol. Que con tanto entusiasmo "taparían", para después recoger con regocijo del trabajo hecho; una buena cosecha. Que se daba generosa, a cambio de tanto sudor y esfuerzo invertido.

 

Y así entre madrugada y madrugada, iba viendo como sus sueños se hacían realidad.

 

Y para el año de 1938, ya tenían la finca libre ¡Por fin! Ya era toditita de ellos, como ya no tenían deudas, pudo comprarse una vaquita, para sacarle crías con el torito que le regaló un familiar de San Ramón. Al que él mismo, tuvo que traer a pie desde allá, y como ya sabemos, luego en lancha hasta Puntarenas.

 

Después, con unos ahorros y con Ezequiel su hermano, como socio, se le ocurrió hacerle la vida, aunque fuera un poco ¡Más fácil! A las escasas familias que ahí habitaban. Así que, montó su caballo, y se fue hasta la jefatura, en Nicoya. Ahí hizo las denuncias de unas tierras, que colindaban con las de Gollo Alemán y las cuales se dio cuenta que no tenían dueño; pero que le parecieron el punto perfecto, por estar en lo que se perfilaba como el centro del lugar.

 

Sacó además, un permiso de ventas, y cuando se lo dieron y todo estuvo listo, abrió sus puertas la pulpería "¡El Guayacan!" la primera que hubiera en Hojancha. Aunque aquello ¡bastante humilde, al principio! Para los "paisanos", como se les decía entonces a los mestizos, que vivían entre las montañas; y primeros pobladores de Hojancha. Les parecía, el lugar más extraordinario del mundo ¡Había de todo, lo que se podían imaginar! Desde, cosas necesarias como... manteca para cocinar; hasta lo que para ellos, más que necesario, le será novedoso ¡Hasta raro! _Solo a los "cartagos", se les podía ocurrir gastar plata, comprando jabón para bañarse. Se diría alguno. Pero de que la idea les encantó ¡Les encantó! El surtido en productos, los buenos precios y sobre todo ¡Lo cercano que estaba! Le harían escuchar a mi abuelo el comentario de un cliente, más que satisfecho cuando exclamó_ ¡Ni en Nicoya, venden lo que aquí tienen! A lo que agregó aún más agradecido _ Y con la ventaja de que no hay que ir tan largo.

 

Eso, le hizo contestar con una sonrisa, que más de su boca, le salía del alma_ ¡Gracias a Dios! Estamos para servirle. Seguido de un silbido como de "jilguero", que hacía cuando estaba contento.

 

La que no debería estar muy contenta, de seguro era doña Bertilia; cuando mi abuelo alegró a propios y extraños, con la también primera cantina de Hojancha. Ahí mismo, al lado del "Guayacán".

 

¿Qué más le podía hacer falta? Se preguntaría una noche de tantas; mi entonces joven abuelo, de ahora veintisiete años. A lo que solito se contestó, cuando se tomó un buen sorbo de aguadulce La "gatica", de trenzas largas, como extrañaba verla! Se diría mientras continuaba pensativo, mirando las estrellas de aquel cielo Hojancheño.

 

A mediados del mes de marzo de ese mismo año; a aquel hombre alto, blanco, de bigote fino, barba rasurada, ojos color miel; que le contrastaban con su cabello negro bien recortado.

 

Le llegó una noticia, que para él fue como enviada de mismito cielo, y que lo hizo silbar como más que nunca. Hasta hacerlo exclamar, casi "reventando" de alegría Bendito Dios, ahora sí me caso!

 

Le mandó a decir José Quirós, que lo fuera a esperar con la carreta a Puerto Jesús. Porque se venía con toda la familia; a unas fincas que había comprado por San Gerardo. Se dedicaría a la ganadería y a la agricultura ¡Ya no más trapiche!

 

¡Y así fue! Un 29 de marzo de 1938, mi abuelo ¡Más acicalado que nunca! Volvió a ver, aquella joven que le robaba el sueño. Aurelia, mejor conocida como Lela. A sus diez y ocho años, se veía igual ¡No! Más bonita, seguía con sus trenzas ¡Un poco más largas quizás! Pero sus dulces ojos, color cielo seguían igual.

 

Durante el camino, su trato amable y sencillo, le darían la oportunidad de ponerse al corriente; sobre algunos de sus conocidos, allá en San Ramón.

 

Y en... una que otra ¡arriesgando parecer entrometido! Le preguntaría algo personal, a lo que ella con una sonrisa y mirada cómplice, le contestaba. Pero siempre, como buena señorita de campo ¡Dándose a respetar!

 

Para no hacer más larga la historia, dos años después estaban por casarse.

 

¡Ya todo estaba hablado! Tendrían que ir hasta Nicoya, porque para el 7 de Junio ¡Fecha que escogieron! Al padre aún no le tocaba venir.

 

Se fueron y vinieron, por Matambú a caballo; únicamente los acompañaban sus padrinos. De la Familia: Amado Barrantes, hermano de abuelo y Lila Quirós, hermana de mi abuela. Y los hijos de Edwin Jiménez, Armando y Eduvina Jiménez.

 

El resto de la familia y amigos, se quedarían en casa ¡Preparándolo todo! Para festejar a los recién casados ¡Que alegría, fue aquella! Cuando doña Digna y don José, vieron llegar a los "novios", ahora esposos.

 

Ahí, no solo descansaron un poco, del pesado viaje también les ofrecieron un rico almuerzo, solo con los de la familia, porque ¡El fiestón! Estaba en la casa de mi abuelo. Además, fue algo así, como una "despedida" ya que mi abuela, ese mismo día se mudó a "La Cueva". Y como dije, la fiesta ya estaba, en la también casa de don Fructuoso. Se podría decir que había comenzado, hacía unos días atrás, con los preparativos.

 

Primero, había que conseguir lo que no podía faltar en una fiesta ¡Además del aguardiente, claro! ¡La música, la marimba! _Porque esa familia, era muy alegre y le gustaba mucho bailar. Le escuché, decir una vez a mi abuela.

 

De eso y de destazar el cerdo, para los chicharrones, se encargarían los hombres. En cuanto a las mujeres ¡Ya se habían organizado! Unas harían los picadillos: de papaya y de arracache, principalmente.

 

Otras, las tortillas, las cuales debían ser suficientes; además de la torta de novios ¡Por supuesto! Y entre todas, se reunirán una tarde para hornear bizcocho ¡Mucho bizcocho!

 

Y entre una cosa y la otra ¡El día se llegó!

 

Apenas, los vieron llegar, los marimberos comenzaron a tocar con más ganas. Y después, de algunos abrazos y felicitaciones, "la repartidera" y el "bailongo" comenzaron oficialmente. Y no terminó, hasta muy entrada la noche; aunque a los novios ¡Hacía rato se les había perdido de vista!

 

Casi un año después, madrugó aún más motivado; lo embargaba una extraña sensación, entre risa y... llanto ¡Y más responsabilidad! La noche anterior, recibió la feliz noticia que para octubre ¡Si Dios así lo permitía! Sería papá. Ahora procuraba, que su querida Lela, no hiciera muchos esfuerzos; por eso le encargó a sus hermanas, que ya no la dejarán "jalar" agua. Que siguiera cocinando; y la "lavada" en el río, sería hasta donde el embarazo lo permitiera. Pero si mi abuelo fue valiente, mi abuela lo sería aún más; ya que no solo para ese Octubre le dio un hijo a mi abuelo, mismo al que llamaron Daniel.

 

¡No! Vendrían trece partos más; trece ocasiones en los que no solo demostró ser una mujer, de las que definitivamente... ¡Hoy ya no hay! Sino, trece partos en los que arriesgó la vida, sin los controles y la seguridad, que dan los médicos, o un hospital. Tuvo a cambio, que conformarse ¡Eso sí, con mucho amor! Con los sabios cuidados de su madre; y los consejos y la atención de una partera experimentada. ¡Cuando dio tiempo de traer una!

 

¡Trece partos! Y en varios de ellos, ella misma tuvo que "jalar" el agua, de largas distancias; porque... los mayores aún estaban muy pequeños para ayudarla. Y sus cuñadas, ¡Hacía tiempos estaban casadas!

 

¡Mi abuelo, lo sabía! Él, era consciente de la buena mujer que Dios le había dado. Y por eso, para demostrarle que cada día la amaba más, le construyó una casita, en lo que ya era el centro; a unos cuantos pasos del "Guayacán".

 

Así le quitaría un peso de encima a mi abuela, quién ya no sufriría más por Daniel; de ahora escasos cinco años. Quién a su tierna edad, le llevará todos los días a caballo, el almuerzo a mi abuelo, allá, hasta el centro de Hojancha; a unos cuatro kilómetros de distancia.

 

Mismo, al que ella encomendara, todos los días a Dios; para que durante el camino no le pasara nada. _Era tan pequeño, y el camino tan largo ¡Solo Dios, me lo podía cuidar! Me dijo, mientras yo le arrancaba poquitos de su historia.

 

Y así, un día, tanto mis abuelos, como sus hijos: Daniel, Cecilia, Raúl, Walter y Roberto, que iba de once meses ¡El cumiche! Para ese entonces. Se despidieron de don Fructuoso y se pasaron.

 

Aquellos tiempos, aunque aún difíciles, se vislumbraban mejores. Para cuando los chiquillos, tuvieran que ir a la escuela, ya no tendrían que caminar tanto; puesto que la escuela quedaba, por lo que hoy es el parque ¡Al frente de la casa!

 

Él ya no debería madrugar tanto, para abrir la pulpería, más que, desde que se casó, mi abuelo compró la parte que era de su hermano Ezequiel.

 

Y por tiempo estuvo trabajando la pulpería y la cantina solo, además de la agricultura.

 

¡Demasiadas obligaciones! Para una sola persona. Así que, humildemente reconoció que: _"No es para todos, el silbar y andar a caballo". Como él mismo diría. Por lo que él mandó a llamar de San Ramón, a un amigo de confianza, Toño Carvajal, para que lo ayudara a atender "El Guayacán", con todo y su concurrido "agregado" ¡La cantina!

 

Con Toño, como dependiente y ellos viviendo ya en el centro; él solo se dedicaría a dar una que otra vueltita, para ver que todo marchara bien.

 

¡Al fin! Un poco de descanso, después de años de duro trabajo. Pero ¡Qué va! Aquella "Catizumba" de "güilas", seguía creciendo, y él... ¡en algo tenía que pensar! Más que iba a quitar la cantina, porque eso de lidiar con borrachos, no era un buen ejemplo, sobre todo habiendo tanto chiquillo y ahora varias mujercitas en casa.

 

Para entonces a Toño, ya lo suplían los muchachos, sus hijos mayores "ya se la jugaban" con las cuentas y atendiendo a la gente ¡claro! Supervisados por él o por Lela.

 

Para su nueva idea, contrató a Tomás Matarrita, experimentado panadero buen cambio! Se pensaría mi abuela, quien fue la que más celebró el cierre de la cantina. Ya que en más de una ocasión, le tocó a ella, junto a él cuidarla.

 

¡Qué fiestones se armaban! Cuando llegaban los sacos de harina. Que por el crecimiento económico y los mejores caminos; la entrada de productos al pueblo ahora era más seguido.

 

Me los puedo imaginar, liderados siempre por el más travieso ¡Por Roberto!, quién para entonces tendría unos diez años. Descalzos y corriendo por todos lados, con los sacos vacios ¡cubiertos de harina hasta el copete!

 

¡Ahh! Y mi abuela, detrás de ellos exclamando: _chiquillos ¡ya sosiéguense! y traigan esos sacos de harina, que los tengo que lavar!

 

¡Sí! Porque de ahí, con una máquina de pedal que tenía; empíricamente, mi abuela cosía para todos ¡unos buenos calzoncillos de manta!

 

Y con el paso de los años, no sólo los muchachos y los chiquillos iban creciendo ¡también el pueblo!

 

Para 1960, ya no eran las tres familias, de cuando llegó mi abuelo a Hojancha. Ahora estaban los: Castillo, los Rodríguez, los Víquez, los Sánchez, los Quesada, los Rojas, los Álvarez, los Castrillo, los Castro, los Ramírez; entre otras muchas que fueron llegando y fueron multiplicándose aún más.

 

Por lo que, para ese tiempo, a su cuñado "Callo" hermano de mi abuela, se le ocurrió poner el primer servicio de transponte público, entre Hojancha y Nicoya ¡Pero era insuficiente! Porque era una "casadora", como dirían ellos. Con un horario nada práctico, a las siete y media de la mañana, salían para Nicoya, regresando a las doce y media de la tarde, a Hojancha. Así que, el que quería salir o entrar antes o después de ese horario ¡Tendría que ingeniárselas!

 

Sobre todo los agentes, que le traían la mercancía a mi abuelo; quienes contaban con dos opciones: la carreta, ya muy poco utilizada, o el caballo, que seguía siendo para estos ¡Indispensable!

 

Cansado de esto, el agente Claudio Gazel, convenció a mi abuelo, de ponerle la competencia a su cuñado.

 

Y en 1966, obtuvo el permiso, para que la empresa Barrantes; en una "casadora" de veinticinco asientos, también transportara personas por el mismo trayecto.

 

Cuatrocientos colones, le costó, plata que le prestó, el mismo Claudio Gazel.

 

Económicamente, no estaban mal. Le pagó a Gazel y con esfuerzo le compró "la línea" a "Callo". A como pudo, compró otro autobús ¡De segunda! Pero servía igual. Además, así como prosperaba él, prosperaba Hojancha; quién para 1971, ya era cantón de Guanacaste. Y sus pobladores, no solo contaban con las comodidades, que un día él dejara atrás; sino que la televisión y el teléfono ¡Pronto se les hicieron familiares!

 

Y en un abrir y cerrar de ojos, sin que él se diera cuenta ¡Ya estaba peinando canas!

 

Ahora solo se dedicaba a administrar, "la línea" de buses y la pulpería; misma que estaba a punto de cerrar. La panadería, tenía años de ser parte de sus recuerdos; y desde que vendió "la cueva", herencia que le dejó su papá; no se dedicó más a la agricultura ¡Bueno! Solo sembraba en los lotecitos, de atrás de la casa ¡Para el gasto, para no perder la costumbre! Nada más.

 

Aún le faltarían otras experiencias por vivir.

 

Agradables, como cuando algunos de sus hijos e hijas, uno a uno se le fueron casando, se le fueron yendo.

 

¡Y de pronto! Aquellos que le decían papá, ahora lo hacían abuelo.

 

¡Oh! Tan desagradable, como el otro trago amargo que tuvo que beber, para el año 1978.

 

De alguna forma él, ya lo presentía, de alguna forma su corazón de padre se lo decía.

 

Sabía que estaba enferma, incluso que estaba en el "México" internada. Pero... ¡No! _Uno nunca está del todo preparado, para una noticia como esa. Diría. Y así una mañana del mes de Septiembre, recibió la terrible noticia, que...  su hija Cecilia había muerto.

 

Con esa noticia, sentía que le desgarraban el alma.

 

Pero una vez más, tendría que ser fuerte ¡Que ser valiente! Pensando también, en sus cuatro nietos, que producto de su matrimonio, Cecilia les dejara.

 

A los que, por experiencia propia sabía que ¡Solo Dios! A través del tiempo, les curaría esa herida.

 

Y tiempo, fue lo que más le dio, Dios a mi abuelo.

 

¿Quién le diría? Que vería pasar un siglo, para contarles a otros, sobre tiempos pasados. Para enseñarle a nuevas generaciones que... "Guayacanes", como él existían y a sus cien años; y a sabiendas, de que mi abuelo no solo era valiente, caritativo y honesto, sino también ¡Alegre! Le festejaran, cuanto cumpleaños pudieran; y si parecía que a ellos, se les estaba olvidando ¡Él se encargaba de recordárselos!

 

El último fue, para el año 2006; y como... ¡Que sabían! Porque fue ¡En grande! Invitaron a todos sus familiares. Todos querían reconocerle y agradecerle al viejo, que aunque él no fue perfecto, fueron más sus aciertos que sus errores.

 

Pero noventa y seis años a cuestas ¡Ya lo tenían cansado! Y aunque dé risa pensarlo, era tal el cansancio, que en ocasiones se iba para el cuarto, ponía la biblia abierta en su pecho ¡Y esperaba su final! Oh! Papá y que ocurrencias. Le dijo a su hija Ania (sic), cuando en son de broma se lo contó.

 

Eran tantos años, que su corazón le comenzó a fallar; la mayoría pensaban, que en cualquier momento lo encontrarían "dormido", en algún lugar.

 

Pero si fue valiente durante su vida ¡Para su muerte, lo sería más!

 

Un sábado, del mes de enero del año 2007; para el día de reyes, sus riñones no aguantaron más. Y de pronto, se vio en cama sufriendo grandes dolores.

 

Se notaba, que lo entendía todo; pero los sedantes y los calambres, entorpecieron su habla. De modo que, él ya no podía responder. Solo se le escuchaba, un quejido desesperado, por tanto dolor.

 

_ ¡Demasiados años! Y poco tiempo, para un transplante; y por su condición cardiaca, la morfina, no se la podían poner. Dijeron los médicos, entre ellos una nieta. Únicamente, habría que encomendárselo a Dios, y con esto en mente, se llamó al sacerdote, para que le diera la extrema unción.

 

Una vez leí, que... "Donde existe un gran amor, existen siempre los milagros". Y para el jueves, cuando aún lo tenían en su casa; estoy convencida de que un milagro fue lo que existió.

 

En un momento, mi abuelo recuperó un poco sus fuerzas y el habla; durante ese lapso no hubieron calambres ¡Se detuvieron, los dolores! Su hija Ania (sic) le preguntó: _¿Papá, quiere rezar el rosario con mamá? A lo que respondió con un claro y fuerte: Sí!

 

Estando, ya mi abuela junto a él, la miró, como cuando la viera por primera vez y le dijo Que linda, que estás! De inmediato le dio un beso. Y devoción, que tuvieron por sesenta y siete años, comenzaron a rezar...¡Juntos, por última vez!

 

Después llamó, a todos sus hijos e hijas, les dio sus mejores consejos y con ellos su bendición.

 

Quisiera decir, que murió ese día, en paz, sin dolores y rodeado de toda su familia. Pero le faltaban dos días y medio, de más sufrimiento, en el hospital "La Anexión". Días, en que su circulación empeoró tanto, que los doctores amenazaban con amputarle sus piernas, al verlas tan moradas. A lo que sus hijos dieron siempre un rotundo... ¡No!

 

Así, en medio de esta agonía, el domingo 14, día del Santo Cristo de Esquipulas; lo encontró su hija Ania (sic). Ella, al igual que todos, sabían que lo que no dejaba "irse" a mi abuelo; era la preocupación de dejar sola a su querida Lela. Por lo que muy decidida y resignada... tomó su mano y en voz baja le aseguró _Papá, esté tranquilo, nosotros vamos a cuidar bien a mamá. Además usted va para un lugar ¡Muy bonito! Donde hay muchas flores ¡Vaya, recórtelas! Para cuando mamá llegue, usted le tenga ¡Un buen ramo!

 

Esto, debió consolarlo tanto, que... al ser casi las doce, en paz abuelo... ¡Expiró!

 

Se pensaría después, que su Cristo negro; del cual fue muy devoto, se compadeció de él y lo descansó ¡Sí! Lo descansó, porque para mí y para todos los que lo recordaremos siempre ¡Está aún vivo!

 

Vivo en cada enseñanza, en cada buen ejemplo que dejó. Por eso este es un humilde y pequeño homenaje póstumo; a un valiente pionero: Régulo Barrantes Hidalgo ¡Don Régulo! A mucha honra ¡Mi Abuelo!