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La isla del toro
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Ezequiel
Medina Montes
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Baja por la extensa tranquilidad de la llanura,
acompañado del quejumbroso bramido del congo, el
río Tempisque. Sereno va, desplazándose por la planicie que le sirve de lecho
desde hace siglos. Allí, el sol ardiente de verano ata cigarros de hojas
secas que el viento alisio hace rodar por todos los
caminos. El boscaje orillero teje de trecho en trecho un dosel verde con agujeros
azules, donde la besucada, mecida por el viento entona una dulce canción de
verano.
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Cuando los últimos rayos del sol languidecen, se
impregna el ambiente de paz, de silencio. Más de pronto, irrumpe ruidosa una
sinfonía de chicharras que se pierde en la espesura del monte.
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Después, la luna llena asoma su cara de
tortilla, con luz de luciérnaga, sin parpadeos; y, en la alfombra enzacatada
de las lomas, un coyote solitario aúlla, convocando a la jauría con su
trompeta de miedo. Cerca de allí, un alcaraván, ave zancuda que habita tos
pantanos, toma posesión de su tribuna en lo más alto de un tronco encontilado. Sacude
con garbo su plumaje cuijen de tono mugriento y luego, otea a un lado y otro,
con sus ojotes parduscos, redondos y chispeantes, como quien pasa revista a
su multitudinario auditorio. Gargantea
un poco para afinar su voz, y luego, lanza al aire, como un desafío
formidable, el más vibrante, nítido y sonoro gorjeo que se pierde en los
lejanos escondites de los llanos. Para
algunas gentes, existe la creencia de que este pájaro señala las horas con su
canto singular. Quizás por eso, un
coplero de chispa criolla compuso acertadamente esta cuarteta:
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"La luna ya salió
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ya cantó el alcaraván
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los que se quedan... se quedan,
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y los que se van... se van..."
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Todo es como un embrujo de la naturaleza que
aviva la inspiración del ser humano.
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Y el río, más que correr parece caminar sobre
sus pies de roca, hundidos en el fango y las arenas; y va ensanchándose, más
y más, y rompe su cielo de verde ramaje, para dar paso al cielo azul que se
mira en el espejo caudaloso que va derechito al Golfo de Nicoya. Donde se encuentran el golfo y el río, éste,
abre en dos brazos su cauce, y emerge entre ellos una pequeña isla asentada
sobre rocas milenarias, llena de misterios, según los habitantes de las costas
cercanas.
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Y un sueño... antes irrealizable... hizo posible tender un fabuloso puente a
través del cual la Cenicienta guanacasteca logró pasarlo rauda en su carruaje
de medianoche, tirado por caballos de cascos rodantes... Un
sueño, realizable... tarde o temprano.
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Los moradores que habitan las riberas del río y
del golfo, son pródigos en confidencias fantasiosas y relatos ornados de rica
imaginación. La belleza del paisaje,
el evento inesperado, la madeja delgada de lo dudoso, todo se conjunta en un
caudal de imágenes que adquiere fisonomía y dinámica en las formas de
expresión de aquellas gentes.
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Estampa vívida de estas tramas fantasiosas es el
relato contado por don Blas Peralta, viejo curtido de mar y de sol, oriundo
de la isla de Chira. Era una noche
tranquila y una suave brisa refrescaba el ambiente, trayendo consigo aromas
gratos de mangos y marañones en flor. Peralta
era un viejo de aquellos que no se rinden fácilmente al paso de los años. Caminaba despacio pero erguido, apoyando sus
ochenta años en un bordón rústico y torcido de palo de malacahuite.
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Se paraba recto, viendo de frente con un porte
digno y respetable. Era delgado de
cuerpo y lucía una cabellera totalmente blanca, blanquita, iguales el bigote
y la barba, largos ambos, luciendo una extraña semejanza con figuras que se
muestran en algunos textos religiosos.
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Cuando el tío Blas se decidía a contar
historias, cosa que era muy de su agrado, a su alrededor se reunía un
auditorio numeroso. Todos procuraban
ubicarse en una buena posición para no perder un solo detalle de sus
narraciones.
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El narrador se sentó en un viejo taburete
forrado con tiras de cuero crudo. Pidió un fueguito para encender su tabaco. Le trajeron prontamente una
brasa que ardía en la punta de un palito de leña. Don Blas acercó su lustrosa cachimba a la brasa ardiente: aspiró tres veces y el fuego pasó del
tizón al tabaco. De su boca salió la
blancura espesa de un remolino en bocanada.
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Lanzó un escupitajo que se hizo estrellas en el
suelo, y, con malicia, guiñó un ojo y dijo:
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Les contaré una historia que ocurrió lejos en el
tiempo. Se la escuché a mi abuelo
cuando yo era todavía un mocoso. Decía
que por aquellos tiempos traían de las haciendas ganaderas que había por las
orillas del río Morote, arreos de ganado en largas
jornadas, pasando ríos y ciénagas en épocas de invierno, donde los animales
se hundían hasta la panza, mientras los arrieros con su too...
too... too... gritaban de
vez en cuando palabrotas coléricas, cuando algún animal se desviaba del
camino. Este ganado iba para los
mataderos de Alajuela y San José. Pero
había que superar un obstáculo bastante difícil; atravesar el río Tempisque,
a la altura del puerto de Coyolar, no lejos enfrente, de la desembocadura del
río Bebedero. De puerto Coyolar a El
Grito, punto situado en la otra orilla del río, hay una distancia mayor a los
600 metros aproximadamente.
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Las reses tenían que pasar a nado amarradas con
mecates que debían manejar con destreza los arrieros, embarcados en pequeños
botes, hasta parar en seco al otro lado del río.
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El hombre tágaro para
dirigir esta operación era Matarritón, hombre
áspero; un titán que enfrentaba los peligros con decisión, un superhombre.
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En el arreo que ahora comentamos venía un toro
bravo de fama, el Burumbujo, al cual le tenían
recelito los arrieros. Matarritón, dirigiéndose a los arrieros les dijo: ¿Qué
les pasa, pendejos? ¿Le tiene miedo al
tal Burumbujo?
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¡Cobardes! Déjenmelo a mí; yo lo daré vencido al otro lao, mansito mansito, como una
seda...
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Y entre brincos, patadas, bufidos de rabia y
cornadas al aire, aquel salvaje y fiero animal fue a parar al agua después
del acoso de los arrieros.
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_ jAhora sí, jodido! Dijo Matarritón, con su viejo
sombrero de lona calado hasta las orejas. Y empezó una pelea salvaje.
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Aquel animal no era como los otros. Nadaba con fuerza bruta dando estremecedores
tirones al bote.
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Matarritón y su ayudante Macario Parrampán hacían todo lo
posible por dirigir la embarcación a su destino, pero el animal los hacía
desviarse del rumbo y los llevaba río abajo.
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_ ¡Animal bandido!... ¡desgraciao!...
nos va llevando río abajo... Vamos pa'l golfo Parrampán. Y el animal, que iba derecho a una meta no
programada, les quitaba la soga a los arrieros y seguía río abajo.
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_¿De dónde diablos saca tanta juerza
este maldito animal? ¡Se nos va el
infeliz! Bogue, bogue Parrampán, le
decía a su compañero.
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Pero ese día, la mala suerte le jugaba una mala
partida a Matarritón. Y allá, en la distancia que mediaba entre él
y la rivera, sorprendidos e impotentes para acudir en su auxilio, los otros compañeros
miraban como el bote se alejaba hacia un final incierto.
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Y el animal, en uno de esos furiosos tirones
volcó la embarcación. Y aquel
percance, también volcó la suerte de los dos hombres, convirtiéndose
inesperadamente en náufragos.
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Sin tiempo para pensar en el gran fiasco de que
eran protagonistas ahora mismo, para salvar sus vidas usaban toda su destreza
en subir y mantenerse sobre la panza del bote que así volcado, seguía
flotando en medio de la correntada. De
inmediato, uno de los boteros vino tan aprisa como pudo a auxiliarlos, y los
dos náufragos subieron al bote.
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Matarritón, con una derrota amarga pintada en la cara,
chorreando maldiciones y levantando la mirada, vio por última vez un bultito
negro que se borraba a lo lejos, entre tumbo y tumbo, dejando en su boca un
buche amargo que escupió con furiosa impotencia.
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En ese instante, una correntada de palabrotas
_que no pudo expresar_ pasó por su mente. Luego, reponiéndose un poco, acudieron a su
memoria imágenes del pasado que le dieron fama.
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Escupió con fuerza otro buche de amarguras dijo:
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_¡Qué carajo! En las fiestas de Nicoya burlé al tal Burumbujo con la vaqueta más de una vez, cara a cara, de
qué sé yo cuántos izquierdazos y derechazos... y
¡Olé... toro bandido! Nada pudo
conmigo. Yo, este viejo curtido como
cuero de vaqueta, me sentía grande... y la gente desde entonces me decía Matarritón El Famoso.
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Y ahora... estos calandracas de mis compañeros
me miran con lástima; lástima me dan ellos... ¡Son unos pasmaos!... Para ellos ya no soy Matarritón,
el tágaro, el famoso... Pero... la verdá,
honradamente lo reconozco, el Burumbujo me ganó la
batalla en el mar...
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Y su mirada parecía hundirse en la tumbareda del río, sin lágrimas, porque se las tragaba
una rabia fiera que llevaba por dentro.
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Y el tío Blas, aspirando las últimas bocanadas
de humo de su oscura y lustrosa cachimba de corozo dijo:
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_Dicen que el Burumbujo
tocó tierra en esa pequeña isla que se encuentra en la desembocadura del río
Tempisque. Esa es la razón de por qué
se le llama Isla del Toro.
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Esta historia era contada en todos estos
contornos cuando yo era un chiquillo. Pero
el relato termina con un toque de misterio, porque se afirma que el día
Viernes Santo, casi siempre de luna llena, a la media noche se escucha el
bramido de un toro, claro y penetrante, que resuena en los manglares y en los
cerros que rodean la costa. Es el
bramido del Burumbujo, que con la protección de un
poder desconocido, habita en algún lugar de la isla, aunque nadie ha podido
volverlo a ver, desde que Matarritón lo perdió de
vista como un puntito negro que se iba borrando, aguas abajo del río
Tempisque, arrebatándole un jirón de su orgullo de sabanero invencible.
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