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El liniero que cambió
de vehículo
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(Anécdota)
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Edgar
Leal Arrieta
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Sixto Sáenz era
empleado del Ministerio de Gobernación destacado en Guanacaste. Su trabajo
era de liniero, es decir encargado de revisar las líneas del telégrafo en el
cantón de Santa Cruz, para evitar que las ramas cayeran sobre los cables o
hicieran contactos que interfirieran en la transmisión de la Clave Morse.
Todos los días salía a caballo desde su pueblo con destino diferente pero con
el mismo fin: derramar árboles, liberar los cables y remendar los que se
rompían cuando, algún árbol, por la acción del viento caía sobre los
tendidos. Eran los años sesenta además de la aparición de los vehículos
Toyota Land Cruiser,
llegaron a Santa Cruz unas motos Honda de 125 centímetros cúbicos, muy
versátiles. A Sixto alguien le dijo que se comprara una, que ya estaba bien
de andar a caballo chimándose las nalgas y perdiendo tanto tiempo, pudiendo
desplazarse rápidamente a su trabajo y estar temprano de regreso en su casa.
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Pero, cómo lo
hacía si con costos manejaba su caballo. Aún así como era lanzado, decidió
cambiar de vehículo y como lo primero era lo primero, buscó a Alonso Aguilar
que tenía una moto NSU, para que lo enseñara a conducirla. Así quedaron de
verse todas las tardes para empezar las prácticas. Como Sixto no sabía ni
andar en bicicleta, Alonso le recomendó que primero debería aprender a montar
en bicicleta, porque sin ese requisito cualquier intento por conducir una
moto era infructuoso. Así las clases se atrasaron por más de un mes, mientras
Sixto después de muchas caídas y raspones, aprendía a mantener el equilibrio
sobre una bicicleta. Después de un período de práctica, por fin un veraniego
día de enero logró dominar la moto y mantenerse sobre ella sin caerse, aunque
tuviera que ir haciendo eses sobre la calle y veces apoyando los pies en la
calle.
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Antes de salir a
trabajar en moto le recomendaron que estuviera por lo menos un mes
practicando en la ciudad con la moto. Puestas las cosas de esta manera, el
paso siguiente era comprar la moto. Vendió unas vacas y se vino para San
José, compró la moto y aunque quería irse manejando para Santa Cruz, a
regañadientes aceptó que la distribuidora la mandara en un camión que llevaba
otras motocicletas para Liberia y Nicoya.
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Una vez con la
moto en su casa y tras una semana de prácticas decidió hacer la primera gira
del mes de mayo en la línea que iba para Bolsón. El cable salía de Santa Cruz
por el barrio Panamá y subía por la Cuesta de Campero para ir a salir al
cementerio de Santa Bárbara y luego al pueblo. Como todo el aprendizaje había
sido en terreno llano a Sixto nadie le dijo que cuando se iba a subir una
cuesta, había que coger impulso. Así la primer caída
se la dio apenas pasó el puente de Campero, al subir la primer cuesta. A como pudo se levantó y siguió su camino
pero al llegar a la cuesta de Campero que era más larga y empinada se le
olvidó (por que no lo sabía), coger impulso. Había llovido, el camino de tierra colorada
estaba resbaloso y sin impulso la moto empezó a detenerse. Sixto creyendo que
la moto funcionaba como un caballo, empezó a regañarla.
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- Diay jueputa, que te pasa
jodido, le decía a la moto mientras le clavaba unas espuelas que no llevaba y
le taloneaba la cadena.
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El camino estaba
lleno de canjilones y cuando se paró sobre los pedales para volver a espuelear
la moto, esta se le paró de manos, se dio vuelta en el aire y le cayó encima
al improvisado jinete. Como cayó ajustado en la zanja del camino no se podía
levantar y con la moto encima, menos. Mientras gritaba a pleno pulmón
pidiendo ayuda, las fuerzas empezaron a flaquearle. De un momento a otro oyó
un trepidar que venía de Santa Bárbara y cuando se quiso dar cuenta más de
cien reses que traían los vaqueros de don Julián Hernández le pasaron por
encima, por la izquierda y por la derecha bajando en tropel. Algunas de las
vacas se enredaron con la moto y liberaron a Sixto. Este, todo embarrealado y cagado por las vacas que estaban "cursiadas" de comer los primeros retoños del invierno, se
levantó pegando gritos, asustando a los vaqueros que venían detrás de la
manada. Rápidamente éstos le prestaron ayuda y creyendo que las vacas lo
habían tirado al suelo con toda la moto, le pidieron disculpas y le ayudaron
a levantarse. Él por su parte todo golpeado, sabiendo la verdad de lo
acontecido y todo avergonzado arrimó la moto a la cerca y con los mismos
vaqueros le mandó recado a uno de sus hijos para que viniera por la moto.
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Por demás está
decir que allí terminó el único intento que hizo Sixto por modernizar su
flota de transporte laboral. La moto entró en una bodega, a formar parte de
las cosas que entraban en desuso, mientras se le buscaba venta. Por su parte
Sixto volvió a su flotilla de caballos hasta que cumplió la edad para
pensionarse. Cuando recobró la estabilidad emocional se reía solo de él
mismo, pues como todo en la vida, siempre hay alguien que ve las cosas para
contarlas después. Lo que más lo enchilaba era recordar como regañaba la moto
y le clavaba sus hipotéticas espuelas creyendo que era pendejada, de ella la
que le impedía subir la cuesta.
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