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Coyoleando
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Floriella Rivas Morales
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Nazaria y Antonia eran las menores de la casa.
En la familia Chacón Azares ya sumaban ocho los hijos: Juan de Dios tenía 18 años, Anacleta
17, Mercedes 16, Juliana 15, Esperanza 14, Ignacio 13 y las gemelas Nazaria y
Antonia acababan de cumplir los 12 años.
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Juan de Dios e Ignacio salían de
madrugada con el padre, don Justino, a labores propias de siembra, cuido y
cosecha de varios productos como maíz, chan, frijoles, yuca, tiquizque y, a
veces, achiote. Las mujeres se quedaban en la casa ayudando a la madre, doña
Remigia, en las tareas domésticas. Las muchachas trabajaban tanto o más duro
que los hombres en el campo. Alrededor de la casona había muchísimas cosas
qué hacer, labores que requerían fuerza y habilidades que en forma normal
pero equívoca, se les atribuyen sólo a los varones. Picar la leña, jalar agua
del pozo para llenar el estañón que abastecía la cocina, matar chanchos y
destazarlos para vender su carne en el mercado del pueblo, y hasta cosechar
los tubérculos de consumo diario cuya desenraizada no era cosa de broma.
Todas las hijas habían aprendido a trabajar duro desde que tenían ocho años,
edad en que las pocas indulgencias y mimos que se permitía la madre con ellas
acababan casi por completo.
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Vivían en San Juan Chiquito, a
nueve kilómetros de San Juan Grande que era el pueblo más cercano. Este a su
vez quedaba a diecisiete kilómetros de Las Juntas donde estaba el único
mercado de la zona. A este último pueblo se dirigían su padre y hermanos dos
sábados al mes, a vender su cosecha y a comprar las cosas que no producían en
su finca pero que eran necesarias para el sustento diario de la numerosa
familia.
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Un sábado por la mañana, Nazaria
restregaba la ropa y la aporreaba para sacarle el jabón. Luego se la pasaba a
Antonia quien la enjuagaba en una palangana, la retorcía, la sacudía y la
tendía bien estirada sobre las ramas de un naranjo enano. Don Justino salió
por la puerta de la cocina y caminó hacia la pileta donde estaban las gemelas
atareadas. Nazaria lo vio venir y le dijo con timidez:
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-Feliz cumpleaños papá.
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-Gracias m’hija. Vea, necesito que usted y
Toña me vayan a hacer un mandado.
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Las niñas se volvieron a ver
extrañadas pero no dijeron palabra. Lo miraron de nuevo y esperaron.
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-Ahí en la cocina hay dos
botellones vacíos. Vayan a casa del compadre Domingo y le dicen que me los
mande llenos. Y vayan rápido que me precisa. Dejen eso así, que yo le digo a
su mama que mande a Juliana a terminar de lavar.
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Nazaria y Antonia se volvieron a
ver de nuevo, llenas de júbilo porque iban a zafarse de la lavada de ropa y
además podrían ir a pasear a la casa de don Domingo Acosta, aunque fuera de
pasada. Don Domingo era el padrino de su hermano Ignacio, no solo porque se
conocía con don Justino desde chiquillos sino porque Ignacio y Juvenal, el
hijo menor de don Domingo, habían nacido exactamente en la misma fecha. Ambas
niñas pensaban que Juvenal era muy buen mozo.
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Corrieron pues a limpiarse la cara
y a cambiarse la ropa que traían puesta, para estar más presentables por si
acaso tenían la suerte de toparse con Juvenal; pero el padre las descubrió en
ese afán y las sacó casi a empujones de la casa, diciéndoles que se apuraran
porque ya les había dicho que le urgía el mandado.
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Decepcionadas pero no vencidas,
las gemelas empezaron a caminar cuando oyeron la voz del padre llamándolas.
Voltearon y lo vieron agitando en las manos los dos botellones vacíos. Se
devolvieron, los agarraron y partieron de nuevo.
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Antes de abandonar el perímetro de
la casa, la rodearon y llegaron al naranjo enano donde estaba la ropa
tendida. Cogieron dos enaguas que ya se habían secado gracias al fuerte sol
de marzo, se quitaron las que andaban, raídas y desteñidas, para ponerse las
que usaban los domingos para ir a misa. Salieron en carrera hacia el portón y
emprendieron su camino. Si su mamá las hubiera visto usando las enaguas de
dominguear para ir a recoger no sabían qué y lo que es peor, a través de
montazales, ¡qué buena zurra se podían ganar! Por eso quedaron en que
tendrían mucho cuidado de no ensuciarse y al regresar rodearían de nuevo la
casa para cambiarse las ropas otra vez.
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Tenían que andar por el camino
principal unos dos kilómetros antes de meterse en el primer potrero, de los
cuatro que debían cruzar, para llegar a la casa de los Acosta. No era un
camino fácil. Había que subir dos lomas y una de ellas era bastante empinada.
Además, el sol estaba calcinante y no había nada de brisa. Pero las gemelas
iban contentas, con la expectativa de refrescarse los ojos frente a la
guapura de Juvenal. Eso, si tenían la suerte de verlo.
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Al final del primer potrero
cruzaba una quebrada que en tiempos de lluvia, para atravesarla sin mojarse,
había que levantarse las enaguas casi hasta las nalgas. Pero ahora, en pleno
verano, el único vestigio de su verdadera identidad era un hilo enclenque de
agua cristalina que corría por entre las piedras redondas y la hojarasca.
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Nazaria y Antonia se agacharon y
bebieron agua fresca. Se mojaron la cara y continuaron caminando. En el
siguiente potrero estaba la primera loma. A pesar de ser una subida
considerable la superaron llenas de energía y sin contratiempos. La bajada
era más gentil. Una fugaz brisa les alborotó el pelo y las hizo sonreír. Se
agarraron de la mano y bajaron trotando, con los cabellos sueltos al aire.
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Pasaron la siguiente loma, que era
mucho más pequeña que la anterior, pero igual de pelada. Llegaron al último
potrero, desde cuya orilla divisaron la casa del compadre Domingo. No se veía
movimiento en la casa. Tampoco se divisaba el caballo blanco de Juvenal por
ninguna parte. Sin perder la esperanza siguieron andando hacia la casa.
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Cuando llegaron a la cerca que delimitaba el
patio Nazaria gritó:
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-¡Upe! Don Domingo. ¿Podemos pasar?
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Dos perros flacos, que estaban
echados bajo el palo de mango que protegía con su sombra la casa, levantaron
la cabeza para verlas y se volvieron a echar sin molestarse siquiera en
ladrar. A la puerta se asomó un hombre alto, de pantalón negro y camisa blanca.
Las arrugas de la cara indicaban que tenía unos sesenta años, pero la espalda
recta y la expresión amable de su rostro lo hacían verse más joven.
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-Pero si son las gemelas Chacón. ¿Como están
niñas? Pasen, pasen.
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Detrás del hombre apareció una
señora de cara regordeta y risueña, con el pelo recogido en un moño,
secándose las manos en el delantal.
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-Hola chiquitas, qué grandes que
están. Hace días que no las veía. ¿Qué las trae por aquí?
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Antonia se adelantó a su hermana,
temiendo que fuera a decirle Calendaria en vez de Candelaria pues siempre se
confundía, y le dijo:
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-¡Qué gusto verla doña
Can-de-la-ria!- dijo, haciendo énfasis en el nombre y volviendo a ver a su
hermana- Mi papá nos dio estas botellas y nos dijo que las trajéramos acá, y
que le dijéramos a don Domingo que las llenara por favor.
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-Es cierto- intervino el compadre
Domingo -que hoy está de manteles largos el compadre Justino. Dénme esas
botellas. Ya vuelvo.- Y tomándolas, se alejó hacia el patio trasero.
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Las niñas miraron alrededor,
buscando al objetivo personal de su visita, pero no encontraron nada. Doña
Candelaria pareció adivinar lo que pensaban y les dijo de forma casual:
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-¡Achará que Juvenal no está! Le
habría gustado saludarlas. Anda en Las Juntas con Lupe recogiendo un arroz
que mercaron la semana pasada.
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"Bueno" pensó Antonia "lástima la
caminada". Nazaria la miró y levantó las cejas a la vez que curvaba las
esquinas de la boca hacia abajo. No podían hacer más que esperar que el
compadre Domingo volviera con las botellas llenas. No tenían idea de qué
sería lo que el padre había mandado a traer.
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Don Domingo volvió con los
recipientes llenos de un líquido blancuzco. Se los entregó, uno a cada una, y
les dijo muy serio:
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-Cárguenlas con cuidado y procuren
que no se asoleen mucho. Si pueden tápenlas con la enagua para que no se
altere su sabor.
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-Es... ¿es coyol?- preguntó Nazaria.
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-Sí señorita. Así que, con
cuidado. Me le dicen al compadre que nosotros llegamos por allá en la
nochecita. Vayan con Dios, niñas.
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Las gemelas agarraron camino de
regreso, bajo el picante sol y con el peso recién ganado de las botellas
llenas. No estaban tan pesadas, y llevaban una cada una, pero la desilusión
de no haber podido ver a Juvenal y la pereza de desandar el camino las hacían
sentir que llevaban una tonelada en los brazos. Y tras de eso tenían que
cuidar que no les pegara el sol.
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-No friegue- rompió el silencio
Antonia -ni vimos al Juvenal ni nada. Y ahora tenemos que cargar ésta
carajada con éste calor.
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-¿Soy yo o el calor no se aguanta?
No estaba tan caliente cuando veníamos, ¿verdad Toña?
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-Le hubiéramos pedido un vasito de agua a
doña Candelaria.
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-Ahora ya qué. No nos vamos a devolver.
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Ya llevaban caminado casi todo el potrero que
colindaba con la casa de los Acosta.
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-¿Y si nos tomamos un traguito de
esto?- dijo Antonia en un susurro, como si alguien además de su hermana
pudiera oír la descabellada sugerencia.
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-¿Usted se volvió loca, Toña? Si
papá se da cuenta nos mata. Además, esto debe saber horrible. Ya ve como se
ponen papá y Juan de Dios cuando lo toman.
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-No se va a dar cuenta. Tomamos de
una y la emparejamos con lo que hay en la otra. Es que tengo la garganta seca
y falta mucho para llegar a la quebrada.
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Nazaria lo pensó un poco y por último accedió
de mala gana.
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-Está bien, pero solo un traguito.
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Quitaron el tapón de corcho y se
empinaron la botella, sosteniéndola entre las dos por lo pesada que estaba.
Tomaron dos tragos cada una y la volvieron a tapar.
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-Mmmm... ¡qué rico sabe!- dijo Antonia.
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-Pues sí, no creí que fuera tan dulce el
famoso coyol.
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Subían ya por la lomita y en la
cima se les ocurrió echarse otro sorbo. Ninguna de las dos se opuso a la idea
y tomaron otros dos tragos, más grandes que los anteriores, para calmar la
sed mientras alcanzaban la quebradilla. Bajaron la pequeña pendiente y al
llegar abajo se pusieron a empatar la cantidad de líquido en las botellas.
Antonia sostenía la que tenía menos y Nazaria vertía de la otra el vino de
coyol, reponiendo el que se habían tomado. Pero algo raro sucedió. El pulso
impecable de Nazaria se había alterado y la mitad del vino que trató de
verter en la botella que sostenía su hermana cayó al zacate seco.
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-Pare, pare Nazaria. ¿Qué está
haciendo?- le dijo Antonia mientras sostenía con una mano la botella y con la
otra se secaba el sudor de la frente, que era más copioso a cada instante.
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-Diay pues rellenando la botella,
¿no ve?- contestó Nazaria con una sonrisa boba y los ojos medio desviados.
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-Ah bueno. Siga pues.- le respondió Antonia
con otra sonrisa que no venía al caso.
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-Pero antes, otro traguito, que esto está
bien sabroso.
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-Déme otro a mí también, no sea egoísta
Nazarita.
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Tomaron y taparon las botellas. Se
las montaron en las ancas y empezaron la subida de la loma más empinada.
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Las gemelas Chacón nunca jamás
habían oído hablar de los acelerados efectos que tiene el vino de coyol sobre
sus consumidores cuando se exponen al sol y para el momento en que alcanzaron
el final de la cuesta, estos efectos habían alcanzado su máximo poder.
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Nazaria vio la pendiente delante
de ella, se puso la mano en la frente y agarró la botella con las fuerzas que
le quedaban para iniciar el descenso, pero las piernas se le doblaron y se
fue de boca con la botella por delante, no sin antes agarrarse de la enagua
de su hermana para tratar de evitar la caída. Antonia, que luchaba contra el
mareo que la había golpeado, no pudo esquivar la mano de Nazaria y la siguió
de bruces hacia la bajada, soltando la botella y cayendo a su lado por un
momento, antes de empezar a rodar cuesta abajo, acompañada de su gemela y de
las dos botellas semivacías.
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En el recorrido pasaron por encima
de guijarros, lajas de río, montículos de jaragua incipiente y un
desafortunado cornizuelo recién nacido que les rasgó las blusas y las
enaguas, dejándolas casi en jirones. Pero en vez de lamentarse por lo
ocurrido y llorar su desventura, porque su madre las iba a apalear cuando
viera cómo habían quedado sus faldas de ir a misa, las gemelas Chacón se
reían a carcajadas mientras rodaban por la pendiente, hasta que se detuvieron
al final de ésta, cansadas de reírse y sin percatarse de los rasguños y
cortaditas que tenían en brazos y piernas.
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Antonia trató de incorporarse para
buscar las botellas, pero no fue necesario porque una de ellas había quedado
justo a la par de su brazo. La destapó y se tomó otro traguito. Le ofreció a
su hermana pero no recibió respuesta. Se incorporó entonces asustada,
pensando que algo le había pasado y se acercó a ella por encima de su pecho.
La oyó roncar.
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-Nazaria- la sacudió. -Nazarita- no hubo
respuesta.
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Riéndose pensó: "Ahora sí que nos
jodieron". Y se acostó junto a su hermana, cayendo de inmediato en un
profundo sueño de borrachera.
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Cuando Nazaria abrió los ojos lo
primero que notó fue que el sol estaba casi tocando el horizonte y se
incorporó espantada de no saber dónde estaba ni porqué estaba ahí. Vio a su
lado y encontró a Antonia acurrucada con la cabeza puesta en una laja de río,
con un hilo de baba chorreándole desde la comisura de los labios hasta la
piedra lisa, donde había un pequeño charco. Vio luego la botella con el vino
por la mitad y buscó la otra, que encontró como a dos metros de distancia,
tapada e intacta gracias a Dios.
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-¡Ay Señor y Padre Santo! Líbranos
de ésta señor de la misericordia y te prometo que me porto bien el resto de
mi vida- rezó entre susurros Nazaria, pensando en la paliza que se habían
ganado las dos por su ocurrencia.
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Pero era demasiado tarde para
rezar. Mientras sacudía a Antonia para despertarla y que siguieran su camino
de regreso, oyó una voz conocida en la distancia.
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-¡Ahí están papá! ¡Nazaria! ¡Antonia! ¿Están
bien?
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Era la voz de su hermano mayor,
Juan de Dios, quien corrió hasta donde estaban, dejando a don Justino atrás
por muchos metros.
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Juan de Dios las observó a ambas,
desvió los ojos luego hacia las botellas y las volvió a encarar de nuevo.
Soltó entonces una estruendosa carcajada y les dijo, agachándose para
ayudarles a levantar:
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-¡Qué vaina con ustedes, güilas! Y
figúrense que papá acaba de comprar una coyunda de verga de toro, que dizque
para darle cuero a la montura rejega. Yo creo que los caballos van a tener
que hacer fila para estrenarla.
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Don Justino los alcanzó y no
necesitó analizar mucho el panorama para darse cuenta de lo sucedido. Agarró
de una oreja a cada una de las muchachas y las empujó hacia delante,
soltándoles una fuerte nalgada que sonó como una palma abierta contra el
agua, mientras Juan de Dios levantaba las botellas y se las echaba al hombro,
riéndose todavía de la travesura de las gemelas pero en silencio, porque
sabía que la rabia de su padre iba a rendir todo el camino de vuelta y un
poco más.
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Llegaron a la casa y las gemelas
pasaron directo al cuarto sin necesidad de que su padre se los indicara, pues
sabían con certeza lo que les esperaba. Desde la sala, los otros hermanos
oyeron la coyunda volar y chocar contra la piel de las chiquillas. Gemidos
ahogados llenaron la casa y al cabo de un rato el padre salió de la
habitación, y dijo hacia dentro de ésta:
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-... ¡y se quedan ahí hasta mañana,
carajo! Por no tener ‘jundamento’ no van a estar en la fiesta ‘e la noche.- Y
volviéndose hacia su esposa le dijo:
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-Aliste la comida, que toda la familia Acosta
viene de visita más tarde.
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Ahora sí que las gemelas soltaron
el llanto. La tunda no era nada en comparación con el castigo de no ver a
Juvenal Acosta en la celebración nocturna. Y en definitiva, tampoco era nada
comparada con el dolor de cabeza que iban a tener al día siguiente, aunque
aún no lo sabían. Se durmieron llorando, rodeadas de la algarabía de las
visitas y los propios, deseando haberse aguantado la sed hasta llegar a la
quebrada.
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