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Recordando mi terruño

 

Corría el año de 1948, el país atravesaba momentos difíciles ya que estaba en pleno auge la revolución del 48.

 

En ese entonces cursaba yo el tercer grado en la escuela República de Venezuela del cantón de Escazú ya que mi familia era vecina de esta comunidad, mi anhelo era concluir ese centro educativo mi sexto grado ya que contaba con el apoyo de grandes educadores Escazuceños, como don Benjamín Herrera Ángulo, las hermanas Gutiérrez y muchas personas más que forjaron desde mi infancia grandes valores morales y espirituales que aún guardo en mi memoria y en mi corazón.

 

Pero, por esas sorpresas que mucha veces nos presenta la vida, mi padre de nombre Juan Bustamante Fernández, ("Dios lo tenga en la Gloria"), fue llamado para administrar una finquita pequeña situada en el pueblo de San Antonio de Escazú, Barrio Santa Teresa y propiedad de los señores Goicoechea Quirós; en ese entonces San Antonio no contaba con luz eléctrica ni carreteras como las de ahora, era un pueblo solitario y tranquilo, había en esa finca una casita de adobe con techo de tejas de barro y pintada de color rojo con pisos de tierra y un corredor amplio sostenido al techo por horcones de madera rústica de los cuales colgaban grandes matas de guaria y bailarinas que daban un aire de belleza, y frescura a ese lugar.  También existía un banco de madera colocado en el corredor servía de descanso a los visitantes, sus paredes siempre permanecían pintadas de azul y blanco, porque según sus dueños, esos eran los colores característicos del campesino.

 

En su interior se observaba una amplia sala  y el techo sostenido por grandes vigas de madera y una espaciosa cocina en cuyo fondo se dejaba ver un fogón de ladrillo y arcilla, con un horno que servía para asar el pan y biscocho, y una chimenea que nos servía de calor en las frías noches de invierno, además de tres dormitorios, un baño pequeño y una letrina construida en el patio de la casa.

 

Todo para mi familia era una gran experiencia que compartíamos cada día.  Esta finca estaba sembrada de café, árboles frutales y hortalizas que mi padre cuidaba con esmero; a su alrededor tenía una cerca de alambre sostenida a grandes árboles de jocote y anonas, que era la delicia de todas la personas que pasaban por ese lugar.  En su interior un pequeño riachuelo la atravesaba en su totalidad, la cual facilitaba el riego tanto para la hortaliza como para los árboles frutales.

 

Con el paso del tiempo comenzamos a ambientamos, a buscar amistad entre los vecinos que en esos tiempos eran muy acogedores, hasta llegar a convertir nuestro hogar en un punto central de identificación del barrio, hasta ponerle el nombre a esa esquina, la llamaban la esquina de Juan Bustamante.

 

Recuerdo la época de mi niñez en esa finca, como no había luz eléctrica nos alumbrábamos con canfineras que mi padre elaboraba con tarritos de lata y colocando de mecha un trozo de tela encendida que al rozarse con el canfín proyectaba una luz refrescante y agradable a la vista.  Cuando llegaba la noche nuestra madre nos llamaba para rezar el rosario y damos una agua dulce caliente con tortilla, luego sentados en el corredor y a la luz de la luna, mi papá nos contaba cuentos de Brujas, del Cadejo, La Tulevieja; también compartía experiencias que había vivido como serenatero ya que a él le encantaba la música y así escuchándolo poco a poco y algunas veces con miedillo nos íbamos quedando dormidos hasta el otro día.

 

En esa casita mis hermanas, hermanos y yo, vivimos una infancia sana y feliz; recuerdo que a mis hermanos mayores les encantaba escuchar música, pero como en casa no teníamos radio, entonces bajaban hasta Escazú a la pulpería de los señores Roldan, frente a donde hoy se encuentra el Colegio del Pilar, ahí escuchaban música campesina, la charla de Concho Vindas, que era un humorista de ese tiempo, y luego entre esas calles barrealosas y oscuras regresaban a la casa muy contentos y a compartí con nosotros lo que habían escuchado.

 

También en esos tiempos era característico las reuniones de las amigas y amigos del barrio, por las tardes al regresar de la escuela y cumplir nuestras tareas, nos reuníamos para jugar, juntas organizábamos juegos de jackses, cromos, brincar mecate, rondas, chumicas que juntaban de los árboles y hasta de cocinita jugábamos, aprovechando los frondosos árboles de aguacatillo y anonas cubiertos por grandes chayoteras y matas de tacaco que nos servían de techo y escondite.

 

"Que feliz y sana fue nuestra infancia", gracias a nuestros padres que sembraron en nosotros esos grandes valores de honradez, de respeto y de amor hacia los demás.

Ese espíritu de acogida que siempre caracterizó a mis padres.  Recuerdo que nuestro hogar fue siempre un lugar de reunión no sólo de la familia ni de vecinos, sino del pueblo de San Antonio.

 

Allí llegaban músicos que nos entretenían con sus guitarras y marimbas, y porque no decirlo con sus canciones, ya que mi padre y mis hermanos eran amantes de la música y aprendieron a tocar varios instrumentos.

 

En nuestro hogar siempre hubo alegría ya que por ese don de hospitalidad característico de mis padres, todo el mundo era bien recibido.

 

Los peones de la finca, sus hijos, sus esposas, sus familiares y si alguien quería quedarse a dormir, se le hacía un campito dado que mis padres vivieron el carisma de la amistad.

 

Y ni para que decir de cuando empezaban las cogidas de café, llegaba gente de todas partes a pedir cogida.  Recuerdo que mi papá con esa paciencia, iba anotando cada nombre y apellidos en una libreta de tiempo semanal, que compraba anticipadamente, y sólo los que estaban anotados se contrataban para las cogidas de café, ya que al finalizar el día cada recolector traía su saco de café a la carreta para ser medido en un cajuela especial que se exigía en cada finca, para luego ser llevado al beneficio.

 

Al final los cogedores de café recibían un tiquete por cada medida recolectada y al terminar la semana se contaban los tiquetes, y en esa libreta especial que mi padre llevaba ordenadamente se anotaba el salario total que luego era depositado en un sobre sellado y entregado a cada persona.

 

Esta época de las cogidas de café era algo especial para nosotros, recuerdo que mis hermanas y yo, nos levantábamos muy temprano, nos bañábamos y después del desayuno, nos íbamos al cafetal algunas veces estrenado canastos, lo cual nos sentíamos orgullosas.

 

Mi mamá se quedaba en la casa preparando el almuerzo que luego ella misma nos llevaría al cafetal, tortillas de maíz amarillo, arroz, frijoles, torta de huevo, papas con achiote: Todo el almuerzo iba envuelto en hojas de plátano, para nosotras era el manjar mas exquisito del día.

 

Por la tarde nos llevaban café con leche y tortillas de queso, y al finalizar el día, cansadas y picadas por los moscos, regresamos a la casa a descansar para madrugar al día siguiente.

 

Pero que alegría cuando al final de la semana recibíamos en un sobre la platita que habíamos ganado honradamente para darnos con ella, algún gustillo que se nos ocurriera, hasta íbamos a San José a hacer compras.  Adquiríamos cosas que tal vez nuestros padres no podían damos.

 

Para nosotros esos tiempos de la recolección de café fueron inolvidables tanto por la parte económica como también por la oportunidad que tuvimos de compartir con muchas personas.

 

También recuerdo los tiempos de navidad que vivimos en esa finca al acercarse el mes diciembre nos reuníamos en familia para intercambiar ideas sobre la forma en que íbamos a diseñar el portal, y de esta manera todos los miembros, empezábamos nuestro trabajo, recolectando parásitas ymusgos de los árboles; tiñendo el aserrín, haciendo encerados - papel maché con goma de almidón de yuca y ocre -, flores de papel, y figuritas de barro que nosotras mismas elaborábamos.

 

Le poníamos ayotes y cohombros, todo esto para embellecer el pesebre que era el centro de nuestra fe, cuando todo estaba preparado comenzábamos a trabajar, al terminar el portal, este era exclusivo y centro de atracción de amigos y vecinos.

 

En esos tiempos se acostumbraba para el 25 de diciembre salir a portalear, las familias enteras se reunían y recorrían las casas del pueblo visitando los portales, allí eran bien recibidos por sus moradores, los cuales ofrecían chicha, pan, biscocho o algún bocadillo hecho por las abuelas.

 

"El día que se rezaba en algún hogar era una completa romería".

 

Esto era una hermosa tradición que poco a poco se ha ido perdiendo, esa hospitalidad, ese calor de hogar que se vivía entre las familias, ese espíritu de navidad, hoy para muchos sólo queda en el recuerdo, aquel portal con olor a cohombro, que ha sido sustituido por el árbol del ciprés.

 

El verdadero sentido del pesebre ha sido cambiado por personajes ajenos a nuestras costumbres.

 

"Qué lástima...!", que perdamos esas tradiciones.

 

Hoy también traigo a mi mente aquellos rezos al niño Dios, era una fiesta de familia que se preparaba anticipadamente.

 

Apenas pasaba la navidad, mi padre encargaba la pólvora, elemento indispensable en esta celebración.

 

Se contrataba un conjunto de música y un rezador que con gran respeto y devoción iba anunciado los misterios del Rosario, acompañado de canciones alusivas al Niño Dios y villancicos.  Todo era lleno de alegría y al terminar el rezo, se repartía chicha, café, agua dulce, pan, biscocho, tamales y hasta algún traguito de "chirrite" que aparecía por allí.

 

La fiesta era grande, pero lo que más me llamaba la atención era el orden y respeto que en ella se vivía, la satisfacción de mis padres como cabezas de este hogar.

 

Pero, hoy al lado de mis hermanos y hermanas, recordamos con nostalgia aquella finca con sus cafetales que al caer las primeras lluvias en el mes de mayo se cubrían de florecillas blancas que parecían novias desfilando hacia el altar.

 

Hoy en día fueron arrancados desde sus raíces aquellos grandes árboles que daban albergue y alimento a la fauna autóctona de este pueblo.

 

Todo este lugar de paz y recuerdos para mí y la familia, donde una vez existieron anchos callejones por los cuales se escuchaba el trinar de las carretas recogiendo la cosecha, las casa de los peones autenticas joyas del pasado, y las amplias zonas verdes, donde corrimos mis hermanos, hermanas y yo, disfrutando durante mucho tiempo, hoy sólo es el recuerdo.  Este lugar paradisíaco el cual se hubiera logrado plasmar en una pintura, ha dado campo al comercio y los grandes muros protegen lujosas y modernas residencias.

 

Muchas veces al lado de mis hermanas y hermanos recordamos esos viejos tiempos de nuestra niñez, adolescencia y juventud, momentos de alegría y tristeza que vivimos en ese viejo terruño.

 

Aún hoy en día y con el paso del tiempo esta esquina tan recordada por tanta gente sirve como punto de referencia, tal es así que al preguntar por una dirección de algún residente, es común que le digan: "... de la esquina de Juan Bustamante tantos metros...".

 

Fin...

 

Virginia Bustamante Madrigal.