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El misterio
del árbol de jícaro
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Leyenda
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Cuando yo era
niño, recuerdo que siempre como a las cinco de la mañana veía a mi abuela
levantarse, coger tas llaves que acostumbraba meterse en la bolsa de sus
delantales y dirigirse a un viejo aparador de cedro que había en la cocina,
abrir una de sus ventanas de vidrio y sacar una jícara para tomar agua, hecho
esto, volvía a guardar la jícara celosamente bajo llave. Un día le pregunté por qué ella siempre
tomaba agua en esa jícara y me contestó que no me podía decir porque se
rompía el hechizo. En mis años de
infancia, ese ritual de mi abuela en mi mente infantil resultaba todo un
enigma que yo me moría por conocer, máximo una vez qué mi mamá comentó que el
agua que mi abuela tomaba de esa jícara era lo que hacía que ella se
mantuviera saludable y joven, y a decir verdad, a pesar de que tenía más de
ochenta años tenía una mente muy lúcida, llena de vitalidad y energía,
acostumbraba a jactarse de que a su edad nunca se enfermaba ni de una gripe y
la familia siempre le admiraba de que pese a su años tenia
muy pocas canas. Un día en que se vino
un temblor muy fuerte, como el viejo armario de cedro estaba renco, cayó al
suelo, cuando lo enderezaron, se recogió un montón de vidrios rotos y
vajillas quebradas, en cuenta la vieja jícara de mi abuela que quedó
inservible. Durante varios días mi
abuela pasó muy triste, adiviné que lo que más le dolía era la pérdida de la
jícara, por lo que aproveché el hecho para preguntarle que si ahora que se
había quebrado, me podía decir en que consistía su
hechizo, a lo cual ella accedió de buena gana como una forma de desahogarse
de su irreparable pérdida y procedió a narrarme la siguiente historia:
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Hace muchos años,
cuando los españoles empezaron a llegar a Costa Rica, se asentó en lo que hoy
es Santa Ana, un militar español que se adueñó de una extensión grande de
tierras, ordenó a un batallón de soldados españoles que estaba a sus órdenes
poner a los indios a hacer la casa en lo que sería su hacienda, desde la cual
gobernaría los nuevos territorios conquistados para el reino de España. Se llamaba Jorge Figueroa, tenía esposa
Elena Quintana y una única hija, muy bella y hermosa llamada Verónica, cuando
el matrimonio llegó a Costa Rica, Verónica tenía quince años.
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En España Verónica
se había hecho novia de un soldado raso de muy mala reputación, conocido por
ser mujeriego, irresponsable, aficionado al licor y pendenciero, a pesar de
los ruegos de sus padres Verónica se las ingeniaba para verse a escondidas
con su novio, cuando don Jorge se enteró de esta situación, se enojó mucho y
decidió solicitar a su superior jerárquico en el ejército español ser
trasladado a América a desempeñar cualquier cargo que tuviera a bien, fue así
como a los pocos días, le llegó un oficio donde se le comunicaba su traslado
a Costa Rica, don Jorge no lo pensó dos veces y con su esposa e hija se vino
a vivir a nuestro país, feliz de apartar a Verónica de lo que consideraba una
relación condenada al fracaso.
Verónica era una muchacha alta, delgada, de pelo rubio, ondulado, ojos
celestes, labios rojos y carnosos, se ajustaba perfectamente a los cánones
clásicos de la belleza femenina, su salida abrupta de España la llenó de
nostalgia y tristeza, lo cual le dio a su expresión un aire muy singular que
resaltaba aún más sus encantos. Años
después, frisaba Verónica los veintidós años cuando un día llegó a su casa,
Manolo, el hijo de un rico comerciante español, con varios caballos y mulas
cargados de encomiendas algunas de las cuales su padre había mandado a traer
de España siete meses antes. Ese día a
solicitud de don Jorge el joven se quedó durmiendo en la casa, al día
siguiente saldría con rumbo a Cartago, su destino final no sin antes pasar
por Aserrí donde debía dejar otras encomiendas. Cuando Verónica conoció al joven
inmediatamente se sintió atraída por él, lo cual fue un sentimiento
recíproco, el joven siguió frecuentando la casa y a los pocos meses se
comprometieron en matrimonio. La
felicidad de Verónica y la de sus padres era completa, el rostro de la joven
recobró su sonrisa, doña Elena pronto mandó a traer de Madrid el vestido de
boda de su hija y las familias de ambos jóvenes iniciaron los preparativos
para el matrimonio.
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Una hermosa mañana
de noviembre Verónica se levantó llena de alegría porque ese día iría a la
casa cural a hablar con el Padre acerca de los trámites para la boda. Después de hablar con el cura, Verónica
pasó al consultorio del Doctor a retirar los resultados de unos exámenes que
se había practicado por un nódulo que le había aparecido en un pecho, cuando
llegó al consultorio, su asistente le comunicó que el Doctor no estaba pero
que en cualquier momento llegaba que se sentara y lo esperara, Verónica lo
esperó unos quince minutos pero como no venía, decidió irse y volver otro
día, cuando salía del consultorio llegó el Doctor y éste la pasó
inmediatamente a su oficina. ¡Qué
dicha que vino!, le dijo gentilmente, me urgía hablar con usted, necesita
operarse lo más pronto posible, debe coger un barco para España e internarse
en la clínica de Madrid donde el Doctor Horacio Narváez, conocido mío le hará
la intervención. Verónica se quedó muy
seria y pensativa ante esta inesperada noticia. ¿Será posible posponer la
operación?, le preguntó al Doctor, es que yo me caso ahora en Diciembre. Eso lo decide usted, yo sólo le digo que la
operación urge porque es un asunto de vida o muerte, usted tiene cáncer
avanzado de seno.
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Verónica salió del
consultorio del Doctor, aturdida por la noticia, no sabía que
hacer, sentía que la cabeza le daba vueltas, en unos escasos instantes su
vida había cambiado radicalmente. Se
fue para la iglesia, estuvo rezando largo rato pidiéndole fortaleza a Dios
para afrontar la situación, después se fue para su casa, se encerró en su
habitación y lloró amargamente, no quiso comunicarle a sus padres ni a su
novio tan infausta noticia. En la noche
Verónica no pudo dormir, estuvo pensando en su desesperada situación, en eso
recordó que un día había oído a una amiga decir que en Escazú había una bruja
muy buena, que hacía curas milagrosas, decidió ir el día siguiente a la casa
de su amiga a solicitarle la dirección de la bruja. Así lo hizo y dos días después estaba en la
casa de la hechicera en Escazú, le contó a ésta su problema. La bruja muy solemne le dijo: Una curación
como la que usted requiere yo no la puedo hacer, pero sí sé, quien la puede
curar. ¿Quién?, preguntó
Verónica. El Diablo, le contestó la
bruja con la mayor seriedad. Y ¿Qué
hay que hacer para eso?, preguntó Verónica.
Convocarlo, yo se lo puedo convocar, le dijo la mujer. ¿Cuánto me costaría?, volvió a preguntar la
joven. Por convocarlo, lo que usted me
quiera dar, por la curación, eso se tiene que entender usted con él, le
respondió la vieja. ¿Usted lo puede
llamar ahora?, preguntó Verónica impaciente.
Ahora no, pero si usted viene el próximo viernes trece de noviembre,
en la noche, veré si la puedo ayudar.
Aunque ese día era jueves cinco de noviembre, faltaban pocos días para
el trece, a Verónica la espera se le hizo una eternidad, finalmente el
viernes trece de noviembre, como alrededor de las ocho de la noche, Verónica
llegó puntual a la casa de la hechicera, quien ya la estaba esperando,
procedió a echar unos polvos en un brasero de la cocina, del que salió un
montón de humo, pronunció una serie de conjuros mágicos y a los pocos
segundos apareció en medio de ellas un hombre blanco, alto, delgado, muy
elegante, de sombrero y vestido entero negros. Con una sonrisa en la boca, donde se veían
unos dientes blancos muy hermosos, le preguntó a Verónica: ¿En qué puedo
servirle? Verónica le contó su
problema y el Diablo volvió a preguntarle: ¿Qué quiere usted que yo haga? ¡Que me cure! Exclamó Verónica, yo quiero vivir
eternamente, no quiero envejecer, ni enfermarme nunca, ser eternamente bella,
joven y saludable. Te puedo dar lo que
me pides si me prometes que me regalas el alma de todos los hijos que en un
futuro tengas, le dijo el Diablo. Lo
prometo, le contestó Verónica sin pensarlo mucho. Así como lo haz
solicitado, así te será hecho, le dijo el Diablo y desapareció.
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Verónica salió de
la casa de la bruja pensando en lo que había ocurrido, en un principio se
sintió preocupada pero luego decidió no pensar más en el asunto, continuar su
vida normal y dejar que las cosas cayeran por su propio peso, ya fuera que el
Diablo la hubiera curado o no. A la
mañana siguiente cuando Verónica se levantó, se examinó el seno y notó que la
pelota que tenía había desaparecido, debe ser que el Diablo me curó, pensó.
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Llegó Diciembre y
con él la boda de Verónica, se fue a pasar la luna de miel y vivir a España,
donde sus suegros le habían comprado una hermosa casa a la joven pareja. Un año después de su matrimonio Verónica
quedó embarazada, tuvo una preciosa y saludable niña para alegría de sus
padres, sin embargo unos veintidós días después de su nacimiento, enfermó y
murió, esto llenó de tristeza a la pareja, unos meses después Verónica volvió
a quedar embarazada, dio a luz un precioso varoncito, pero al igual que
sucedió con la bebé anterior, el niño a los pocos días de nacido, enfermó y
murió, Verónica tuvo un tercer bebé que corrió la misma suerte de sus
hermanitos. Manolo el esposo de
Verónica cansado de tener bebés que morían a los pocos días de nacido se hizo
de otra mujer con la que tuvo un saludable y bello bebé que cada día que
pasaba se ponía más fuerte y hermoso, por lo que terminó juntándose a vivir
con su amante y abandonó a Verónica, ésta desvastada
por tan trágica suerte, decidió volverse a venir a vivir a Costa Rica a casa
de sus padres, donde la gente ignoraba su trágica suerte. Con el paso del tiempo murieron sus padres
y Verónica quedó en el mundo sola, triste y abandonada,
aunque conservaba su habitual belleza y juventud y siempre le aparecían
pretendientes, sabía que si no quería repetir las tristes experiencias que
vivió en España, no podía volver a casarse.
Un día atravesando la calle que está frente a la iglesia de Santa Ana,
oyó cuando un viejito le decía a una viejita: "Qué raro esa mujer tan vieja y
no envejece, no se enferma y no se muere".
Con el paso del tiempo fue muriendo toda la gente que constituía el
mundo de Verónica, sus amigas, vecinos y familiares, llegó el momento en que
Verónica se convenció de que su vida no tenía ningún valor, no tenía ningún
sentido, se hundió en una tristeza y un abatimiento tan profundo, que su
único deseo era morirse, lo malo es que no podía morirse.
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Un día en medio de
su gran depresión Verónica pensó que tenía que haber algún remedio a su
atribulada situación, pero ¿Cuál podía ser este remedio?, decidió ir a la
Iglesia, confesarle sus pecados al Padre, contarle el pacto que había hecho
con el Diablo y confiar en que con la ayuda de Dios, se pudiera solucionar su
problema. Después de oír su confesión,
el Padre cómo penitencia le puso rezar el Santo Rosario una vez por semana,
hasta que comulgara, pero le dijo que no podía comulgar hasta que se
enfermara o empezara a envejecer, porque sólo estas señales garantizarían que
Dios había aceptado la confesión y el arrepentimiento de Verónica y que el
pacto con el Diablo había sido deshecho.
Verónica procedió como el sacerdote le había indicado, pero pasaron
veinte años y Verónica durante todos esos años, no enfermó ni envejeció,
desesperada de su situación intentó confesarse de nuevo con otros Sacerdotes,
tal vez me encuentre con alguno que sea más indulgente pensó, pero
misteriosamente cada vez que se iba a confesar, sucedía algo imprevisto y no
se podía confesar, una vez tembló muy fuerte y el Padre suspendió la
confesiones, otro día un Sacerdote dijo que se sentía indispuesto por lo que
no iba a oír confesiones y así sucesivamente, a Verónica se le hizo imposible
volver a confesarse, pese a sus múltiples intentos.
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Transcurría una
calurosa mañana del mes de abril, la vegetación se veía seca por doquier, ese
año el verano había sido inclemente y la tierra en muchas partes mostraba
grietas por la aridez. Verónica había
decidido ir al río de Los Anonos a refrescarse un
poco del bochorno del día, cuando caminaba por la orilla de un precipicio
tuvo la idea de suicidarse tirándose al fondo del río, así lo hizo pero
cuando su cuerpo llegó al fondo, salió a flote y no le pasó nada, caminó
hacia la orilla, con el agua aún chorreándole en su vestido tuvo una
idea. Ya sé lo que voy a hacer se
dijo, voy a ir a alguna iglesia donde nadie me conozca, oigo misa y cuando el
Padre empiece a dar la comunión, voy y comulgo, yo sé que comulgando, rompo
el pacto con el Diablo y ya puedo llevar una vida normal, como cualquier
persona, pero ¿A cuál iglesia puedo ir?, se preguntó Verónica, ah ya sé, voy
a ir a la iglesia de Pacaca, ahí nadie me conoce y
queda cerca de Santa Ana.
Efectivamente el domingo en la mañana montó a caballo y se fue para Pacaca. Verónica
oyó misa e hizo fila para comulgar, cuando el Padre le puso la hostia en la
boca Verónica sintió como si le hubieran puesto una brasa hirviendo, salió
corriendo de la iglesia a tomarse un vaso de agua, al costado norte de la
iglesia encontró una india a la sombra de un árbol de jícaro, vendiendo agua
de pipa en unas jícaras, Verónica desesperada, cogió una jícara de agua y antes
de pagar se la echó a la boca, ante los ojos de la india, la joven se
convirtió en un témpano de hielo, que rápidamente se fue deshaciendo en el
árido suelo, las raíces sedientas del árbol de jícaro al instante absorbieron
esa agua, lo único que quedó en el suelo fue la jícara con que Verónica se
tomó el agua de pipa , la india recogió la jícara se tomó el resto de agua y
a los pocos días notó que se había curado de la artritis que padecía, por lo
que adquirió el hábito de seguir tomando agua en esa jícara, y este hábito
fue pasando de generación en generación hasta llegar a manos de mi abuela,
que por cierto poco tiempo después de que el temblor destruyó la jícara,
murió mi vieja. En cuanto al árbol de
jícaro, hoy en día cuando los biólogos lo examinan dicen: "Qué raro ese árbol
tan viejo y no envejece, no se enferma y no se muere".
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Joaquín González Ramírez.
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