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Doña Tere,
maestra de la fe
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Por: Luis Fernando Mata Araya
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La
vida de una escazuceña que practica el verdadero
amor por sus semejantes.
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Me
llamo María Teresa Marín Azofeifa, pero la mayoría de quienes me conocen me
dicen «Doña Tere». Soy hija de Miguel
y Josefa. Nací, en 1932, hace 74 años
en el puro centro de Escazú, primer cantón de la provincia de San José, Costa
Rica.
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La
gente con frecuencia se admira por la forma en que Dios, para su honra y su
gloria, se manifiesta en mi vida, a favor de mis semejantes. El lo hace a
través de su Hijo Jesucristo, y en el poder del Espíritu Santo.
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Desde
hace treinta años he tenido el privilegio de servir al Señor en sanidades,
milagros y en la solución de situaciones, en apariencia, imposibles de
resolver.
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A
veces he orado por alguien y Dios de inmediato bendice a esa persona con
sanidad, reparándole un trabajo, restaurándole el hogar o alejándola de los
vicios. Pero a veces la respuesta del
Señor parece tardar un poquito, como para probar mi fe, o la fe de la persona
por la que intercedo en oración.
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En
todos estos años de andar con el Señor he aprendido que no existen oraciones
perdidas, o desechadas de parte de mi Dios, sino respuestas que nos parecen
retardadas.
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Dios
escucha las oraciones y las responde a su tiempo. ¿A quien se le
ocurre pensar que Dios es como una simple central telefónica, que cuando se
satura rechaza unas llamadas, en tanto que otras se pierden?
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Si la
respuesta no se da cuando queremos, o creemos que la necesitamos, entonces
nos desesperamos. A veces, como Marta
y María cuando murió su hermano Lázaro, tratamos de medir y acelerar los
pasos de Dios con nuestros limitados pensamientos, y a partir del calendario
y el reloj.
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¿Acaso
Él, que hizo los cielos y la tierra, no es también el Señor del calendario y
del reloj?
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Hoy le
tengo una buena noticia: el Señor continúa haciendo milagros y maravillas,
pero las hace a su tiempo y según su voluntad, por su gracia, infinita
misericordia y especialmente, atendiendo a la medida de fe que Él mismo ha
depositado en nosotros.
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Vida de milagros
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Mi
vida misma desde el principio ha sido un milagro: cuando nací mi madre tenía
50 años y mi padre ya andaba con bordón.
¡Imagínese usted! Salí a la luz
de este mundo antes de que las benditas puertas del vientre de mi madre se
cerraran, y me convertí en la menor de seis hermanos.
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El
nacimiento, como todos en esa época, fue atendido por una partera, cuya
sabiduría superó el riesgo que significaba concebir a los 50 años. Vine al mundo en un cuartito de madera
propiedad de la Asociación Benéfica San Vicente de Paúl.
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Eran
cuartitos distribuidos como vagones en un tren, uno tras otro, y que se
entregaban a familias muy pobres, como era el caso de nosotros, los Marín Azofeifa.
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Allí,
en dos habitaciones, nos acomodábamos ocho personas, unos en el suelo, otros
en las camas.
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En ese
tiempo no había radio, menos televisión y ni siquiera teníamos luz. Nos alumbrábamos con candela y cocinábamos
con leña que la gente tiraba a la orilla de las calles o en los cercos, donde
se cogía café.
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De
niña me inculcaron la idea de un Dios castigador, me decían: no haga eso,
porque Dios la está viendo y se enoja.
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Aún
así, a pesar de creer en un Dios tan bravo, ni papá ni mamá iban a misa, y
como ellos no asistían, yo tampoco lo hacía, ni mis hermanos. Todos fuimos bautizados cuando pequeños e
hicimos la primera comunión; pero sólo íbamos a la iglesia cuando alguien se
casaba o se moría.
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Esa
era otra, porque con la muerte venían los entierros. Había dos clases, los entierros de pobres y
los de ricos.
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A los
pobres los llevaban en hombros, metidos en un ataúd barato y en una pura
carrera. Incluso a veces costaba
encontrar gente que cargara al muerto.
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Por
eso, cuando apuramos a alguien muy lerdo nos dice: «Idiay,
usted me lleva como entierro de pobre».
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En los
entierros de ricos había elegantes coches fúnebres tirados por enormes
caballos percherones, que iban lentamente, al paso de un cortejo formado por
gente bien vestida y perfumada.
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A los
percherones les colocaban enormes y graciosos penachos negros sobre sus
cabezas, un adorno que los distinguía de los caballos normales.
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Aún
hoy día, y como recuerdo de esa época, en Escazú hay dos cementerios, uno
para ricos y otro para pobres. A unos
los enterraban en tumbas de cemento, cuidadosamente pintadas, con lápidas de
mármol, entre floreros rebosantes de lirios y ahí los dejaban, en compañía de
algún angelito de cerámica.
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A los
pobres los enterraban en fosas de hasta tres metros de profundidad, bajaban
el ataúd con mecates y luego de echar piedras y tierra encima, colocaban una
sencilla cruz con el nombre del difunto.
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Pasado
cierto tiempo, si la cruz era de madera, se corría el riesgo de que se
pudriera, o al metal lo carcomía el herrumbre. Un día de tantos alguien retiraba los
pedazos de la cruz, los familiares perdían el rastro del difunto y este
quedaba en el olvido.
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Pero
con el tiempo en los cementerios empezó a ocurrir un extraño fenómeno: los
ricos empezaron a pedir, como última voluntad, que los enterraran en el
cementerio de los pobres, tal vez como señal de humildad y de póstumo
desapego por las cosas materiales.
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Al
contrario, las familias de muchos pobres, aunque tuvieran que pedir prestado,
empezaron a sepultarlos en el cementerio de los ricos, como para dar al
fallecido al menos un lujo de los tantos que careció en vida.
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Hoy
día no existen diferencias y la gente sólo habla del «cementerio de abajo» o
el de «arriba».
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Tiempos difíciles
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Miguel,
mi padre, cuando era joven y fuerte trabajó en construcción. Josefa, mi madre, veía por los «güilas» y
atendía la casa.
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El
hombre al trabajo, en la calle, la mujer en la casa. Tal era la costumbre y la mentalidad de una
época en que las mujeres ni siquiera tenían derecho al voto.
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Mamá
era pequeñita, descalza, gordita, morena, muy sociable y de buen
carácter. Sin ningún problema se
sentaba en el suelo a comer. A veces,
mientras fumaba un cigarro envuelto en hojas amarillas, nos contaba que era
hija natural de un indio de Talamanca.
En ese tiempo se les decía hijos naturales a quienes nacían fuera de
matrimonio.
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De mi
decía que cuanto yo iba a nacer, ella salió a la calle a las nueve de la
noche. Se acostumbraba que las
personas mayores anduvieran con un delantal muy grande. Esa noche llegó con el delantal donde sus
amigas y estas le preguntaban: «hay Chepita, ¿qué
andas haciendo ahí?». Ella respondía
que ya estaba de parto. Y entonces, de
inmediato, entre todos los vecinos le dieron víveres que recogió, extendiendo
y doblando el delantal hacia ella, como si fuera un canasto.
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Además
de doña Petra, la partera que me trajo al mundo, hubo en Escazú muchas
otras. Yo recuerdo a doña Oliva Sandí,
doña Pacífica Torres y a Lita Altamirano.
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La
tradición de nacer en la casa continuó con mi primera hija María de los Angeles y también con Irma y Rita en cuyos partos fui
ayudada por Pacífica Torres.
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De
papá recuerdo que era muy alto, blanco, usaba caites (especie de chancletas
construidas con cuero curtido). Papá
era muy bueno y tranquilo, su único vicio era fumar cachimba.
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La
diversión de mis hermanos eran jugar trompo, irse a
bañar a las pozas o a jugar mejengas a la plaza, donde ahora se encuentra el
parque. Mis dos hermanas mayores se
sentaban de noche cerca de la acera a cantar, a contar chistes, historias y
adivinanzas a la luz de la luna.
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También,
yo chiquilla a como podía me metía entre el grupo, ahí escuchaba cuentos de
miedo, de la Carreta sin Bueyes, el Cadejos, la Tule Vieja, el Padre sin
Cabeza, La Mano Peluda y la Llorona.
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Después
no hallábamos como irnos para adentro y nos dormíamos con miedo de orinarnos
en la noche, porque el excusado de hueco quedaba afuera, como a 50 metros de
la casa. Hacer una necesidad a
deshoras nos obligaba a caminar por un trillo en un puro temblor,
iluminándonos con una candela que a veces se apagaba a medio camino.
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Mis
cinco hermanos pronto se hicieron grandes, se casaron y se fueron con sus
familias. Cuando cumplí los siete años
me mandaron a la escuela. Yo iba
descalza, sin uniforme y con un cuaderno envuelto en un saquito de manta que
me colgaba del hombro.
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En la escuela
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En la
escuela República de Venezuela, allá por el año de 1939, se nos enseñaba a
escribir con lápiz y un casquillo metálico que se mojaba en tinteros
colocados en los pupitres.
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Recuerdo
que mi maestra fue la niña Isabel Echeverría, una muchacha muy bonita, alta,
blanca, de ojos celestes. Me trataba
muy bien. A veces llegaba su papá a
darnos clases, pero era un señor muy bravo: al que se portaba mal lo agarraba
de una oreja y lo dejaba sin recreo en un rincón.
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Únicamente
estuve en primer grado y no lo terminé, porque tuve que trabajar para ayudar
a mis padres.
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Por
muchos años no supe lo que era leer y escribir. Un día clamé a Dios, le dije: «Señor, yo
quiero leer Tu Palabra», y El en su misericordia hizo el milagro. Ahora hasta leo versículos desde el pulpito
de mi iglesia.
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Empecé
a trabajar lavando, planchando y cuidando chiquitos en casas de vecinos y
conocidos. Al principio, como era muy
pequeña, una señora me ponía sobre un banco para que alcanzara la pila de
lavar.
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Durante
horas restregaba y aporreaba ropa hasta que se me arrugara la piel de las
manos, y me salieran ampollas en los nudillos por la acción de la lejía del
jabón azul. Después la señora llegaba
a revisar bolsas, puños y cuellos, hasta que todo quedara bien. Hacía esa labor todos los días, mañana y
tarde. Me pagaban siete colones por
mes.
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Después
en San José trabajé en la casa de don Antonio Arce, allá por la antigua
farmacia Victoria, en avenida 10. Era
una familia de 11 personas y hacía todas las labores. Lavaba a mano, para limpiar no había
cepillo eléctrico y cocinaba con leña.
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De
feria ahí vivía un muchacho muy charlatán que me daba bromas para
asustarme. Un día le dije que me
dejara en paz o lo iba a acusar y no volvió a molestar.
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También trabajé
para los dueños de la antigua Foto Pacheco, donde don Arturo Pacheco. Allí la cocinera me tenía entre ojos, por
una hija mayor que yo y que estaba en el colegio.
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Me
tenía por menos, me daba muy poca comida, lo más feo, lo que nadie quería o
estaban a punto de botar. Un día pasó
la patrona, se quedó viendo hacia mi plato y exclamó: «¿idiay Teresa, no te dieron carne?».
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Luego
se quedó mirando el plato de la muchacha, hija de la cocinera, y ese sí tenía
de todo y en gran cantidad.
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Muy
disgustada, la patrona le ordenó: «a partir de ahora vas a seguir llevando la
comida para la mesa y yo voy a servirle a Teresa». Desde entonces seguí sentándome a la mesa
con mis patronos, y comiendo de lo que ellos comían. De rato en rato, con el rabo del ojo
observaba la cara de disgusto de la empleada y su hija, que continuaron
almorzando en la cocina y sin chistar.
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En ese
tiempo yo ganaba diez colones por mes y poniéndole mucho llegué a quince.
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Era otro Escazú
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Cuando
eso Escazú era muy grande en cuanto a tierras despobladas, tenía bosques
donde trinaban los pajaritos, potreros con decenas de vacas y caballos, y
ríos de aguas tan limpias, que desde la orilla se veían nadar los barbudos y
olominas.
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Recuerdo
que por todo lado se veían mariposas de todos colores, los colibríes nunca
faltaban en los jardines de las casas.
En el verano era normal el ronco sonar de las chicharras, y en el
invierno el canto de los yigüirros anunciaba los primeros temporales.
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Escazú
era un puñado de casas alrededor de la iglesia Católica. Sólo las calles principales estaban
pavimentadas, el resto eran de tierra y piedra, con unos huecos que daban
miedo, porque en invierno se convertían en grandes charcos. Era raro ver automóviles por las calles, la
mayoría del transporte se hacía en caballo, en carreta y carretón. El aire era muy limpio, se apreciaba mejor
que ahora la fragancia de las flores y el aroma a tierra mojada, cuando
empezaba a llover.
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A tres
cuadras del centro era ya estar en el campo, a partir de ahí las viviendas
empezaban a distanciarse las unas de las otras, esparcidas en fincas y
conectadas por trillos y senderos de tierra.
Casi a nadie se le ocurría, como ahora, irse a vivir a las
montañas. Para construir se usaba el
adobe, el bahareque y la madera.
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Quienes
tenían el privilegio de tener una finca, aunque fuera pequeña, podían vivir
con cierta independencia, tenían huertas, árboles frutales y cosechaban café,
caña de azúcar y maíz. Además tenían
un gran solar o patio con gallinas, gansos y chanchos.
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Era
una vida más económica, se viajaba a pie, se cocinaba con leña y carbón, el
alumbrado era a base de candelas, aceite y canfineras.
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En
algunos sitios de Escazú se usaba «convidar» a los vecinos con alguna cosa
que se hacía en un día especial, fuera jalea de guayaba, arroz con leche o
algún picadillo de arracache.
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Alguna
gente practicaba el trueque en sitios donde no había pulperías, y -por
ejemplo-, quien tenía maíz en mazorca lo cambiaba al vecino por café pilado,
naranjas o por alguna gallina.
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Conservación de alimentos
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¡Ah
tiempos! No se conocían las
refrigeradoras y la gente debía inventar maneras de conservar los alimentos.
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Cuando
papá trabajaba en construcción, en la casa guardábamos la comida en un barril
y guindábamos de ganchos las ollas con frijoles arreglados; el pan se
colocaba en alforjas y también se ponía en alto, colgando de alguna argolla,
lejos de cucarachas y ratones.
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Como
no teníamos refrigeradora, ni siquiera luz eléctrica, la carne se conservaba
salándola y colocándola encima de la cocina de leña para que se ahumara, o se
guindaba al sol en ganchos o alambres de púas.
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Leche
embotellada no existía como ahora, ni en bolsa, mucho menos en polvo. Para los que no tenían vacas había lecheros
a los que se encargaba la leche y el queso.
Los niños se mantenían con leche materna y los grandes, que yo
recuerde, casi no tomaban leche.
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Labores de casa
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Para
lavar se usaba lejía, jabón azul y de coco; también hojas de güitite y a la ropa blanca se le daba un bonito tono con
una planta llamada «azul de mata».
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La
planchada era otra trifulca. Se usaban
pesadas planchas de hierro que se calentaban sobre una lata de cinc a la que
se ponía leña encendida debajo.
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Se
calculaba «a pulso» la temperatura de la plancha mojando un dedo con saliva y
pasándolo rápidamente por la superficie metálica con que se planchaba. El oído debía estar atento al chasquido y
muy afinado el sentido del tacto, los errores se pagaban con una ampolla en
un dedo o un hueco en la ropa.
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Como
no teníamos tubería de agua mamá se iba con una batea grandísima y un enorme
motete de ropa. Caminaba sosteniendo
el peso con mucha facilidad sobre su cabeza casi un kilómetro, hasta una poza
que estaba en el río de Melico Protti,
allá para dentro de la Hulera.
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Los
vecinos, que sí tenían tuberías, nos regalaban agua para tomar y
bañarnos. También cuando llovía
llenábamos ollas y estañones.
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Disciplina familiar
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Cuando
alguno se portaba mal el castigo venía primero de mamá. Por ejemplo ella decía: «vaya y hágame
tales mandados». Entonces yo salía
corriendo y cantando todo lo que tenía que traer, para que no se me
olvidara. No podían apuntarme nada en
papelitos porque, recuérdese, no sabía leer ni escribir ni mis padres
tampoco.
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Después
de dar la orden mamá echaba una saliva al suelo y yo debía llegar antes de
que se secara. Salía como loca,
corriendo por la calle y cantando la lista de las compras.
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Apenas
entraba a la pulpería y como era tan chiquitilla, debía golpear muy duro con
las monedas los mostradores para llamar la atención del dependiente, de lo
contrario sólo atendían a los más grandes y gritones.
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Durante
mi niñez no sufrí de maltratos, porque yo tenía mucho temor, hacía caso y
mamá nos trataba con amor y consideración.
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Sólo
recuerdo que un día me mandaron a traer unos cigarros, resulta que me quedé
mucho y un hermano mayor me dio dos fajazos.
Y desde esa vez no recuerdo otro castigo. Por cierto que este hermano mío acaba de
morir como de noventa años.
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En media calle
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Un
día, alguien nos sobresaltó con la noticia de que debíamos desocupar el
cuartito en el que vivíamos allá, a 50 metros de la pulpería El Oriente. Los de San Vicente de Paúl iban a vender la
propiedad y además, por si acaso alguien se oponía, a los cuartitos los
habían declarado inhabitables.
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Entre
los tres recogimos todo y nos fuimos para un ranchito de hojas de caña que
hizo papá en una propiedad que nos prestaron.
De un día para otro, nuestra dirección cambió al lado opuesto, allá
por los cementerios. Pero una noche,
poco tiempo después, alguien dejó una candela mal colocada y de repente todo
alzó llama. Estábamos dormidos y el
calor nos levantó gritando como locos «¡Fuegooo!, ¡Fuegoooo!».
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Al no
haber bomberos, hidrantes ni mangueras, los vecinos apagaron el incendio a
punta de baldes de agua. Pero lo
perdimos todo. De ahí nos trasladamos
a San José a vivir por un tiempo donde mi hermano Toño, primero en La Sabana,
después en barrio Cuba.
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Primer bus
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El
transporte entre Escazú y San José se hacía en una única cazadora propiedad
de Lisímaco Brenes.
Aldérico Salazar fue el primer chofer, sólo
existía ese ruidoso aparato de carrocería de madera y un cobrador.
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Habían
cosas muy buenas en ese tiempo: los hombres ayudaban a las mujeres a subirse
a la cazadora y adentro se ponían de pie para dejarles el campo. A los chiquitos, aún de cierta edad no se
les cobraba, siempre y cuando viajaran en los regazos de un mayor.
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También
había incomodidades que hoy no existen: la gente no hacía fila en las
paradas, sino que se apretujaba frente a la puerta del bus. Dentro del aparato se podía fumar durante
el viaje y la gente viajaba con perros, gatos y hasta gallinas.
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En ese
tiempo a la gente le gustaba mucho caminar, de ahí que el transporte
motorizado no era tan indispensable como ahora. Con frecuencia me iba con papá a pie hasta
San José a visitar a Toño, y a veces me quedaba donde él por varios días.
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Mamá
era muy celosa conmigo, a diario se pasaba diciendo que me cuidara de los
hombres, que muchos eran malos, peligrosos y que por aquí y que por allá.
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Llega el amor
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A los
12 años yo era una niña tímida que aún soñaba con tener una muñeca y ser como
los demás niños que iban a la escuela, salía muy poco y cuando lo hacía era
con mamá.
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Fueron
muy pocas las escapadas con mis hermanas, porque a ellas les gustaba mucho
bailar, pero si iban conmigo no las dejaban entrar a los salones.
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Un día
empezó a llegar a mi casa Ezequías, un amigo de mi hermano Francisco. A los dos les gustaba la música y habían
formado un grupo llamado Malecón que amenizaba los bailes en el salón El
Jardín, situado a un par de cuadras al sur del colegio Nuestra Señora del
Pilar.
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Ezequías
era diez años mayor que yo, pero cuando me conoció empezó a perseguirme, a
tratar de hablar conmigo y me salía por todas partes; pero yo le huía, por
miedo a las tantas cosas feas que me había dicho mamá de los hombres, además,
aún no había desarrollado ninguna atracción hacia los muchachos.
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Un día
ese amigo de mi hermano se animó a pedirle la entrada a mamá, ¡Uyyyy, para qué lo hizo? Eso fue como alborotar un panal. Por supuesto que ella le dijo que no, que
más adelante, que yo estaba muy chiquilla.
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Por un
tiempo el pretendiente se mantuvo alejado y dejó de visitarnos. A mi casa llegaban rumores de que tenía una
novia aquí y otra allá. Pero al tiempo
regresaría, esta vez con más insistencia, hasta que logró conquistarme y
doblegar la negativa de mamá.
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Nos
casamos cuando yo tenía 18 años y nos fuimos a vivir aquí mismo en Escazú,
con mis dos padres, a un terreno propiedad de los papás de él.
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Aún
casada hubo señoras que me siguieron contratando para los oficios domésticos
en sus casas. Ezequías trabajaba en
enfermería en el hospital Calderón Guardia.
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Así
pasó el tiempo hasta que empezaron a llegar los diez hijos que completaron
nuestra familia. A esta fecha llevo 54
años de casada.
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A los
cuatro años de haberme casado murieron mis padres, primero mamá, de
neumonía. Al mes falleció papá de una
especie de envenenamiento en la sangre.
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Y, como si fuera
poco, mi hermana Rita murió de pulmonía a los dos meses de enterrar a papá.
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Ella
estuvo internada en el San Juan al lado de mamá, y nos contó que la vio morir
ahogada por el asma.
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Y Rita
sufría viéndola ahogarse. No podía
ayudarla, porque también estaba también muy grave de los pulmones.
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Al
morir, Rita me encargó a sus cuatro hijos.
Yo los cuidé durante los siguientes cuatro años.
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Mueren dos hijos
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Por
ser tantos no voy a hablar en este relato de todos mis hijos, pero recordaré
a María de los Angeles y a Rodolfo.
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Marielos
murió de hemofilia a los 22 años, estando recien
casada y esperando su primer hijo.
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Recuerdo
que le habían detectado la enfermedad a tiempo. A partir de ahí los médicos le advirtieron
lo peligroso que era para ella quedar embarazada...
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La
partida de Marielos fue para mi, como para toda
madre, un golpe terrible. Únicamente
me consuela saber que antes de partir ella había aceptado a Cristo, como
Señor y Salvador.
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Muchos
años después murió Rodolfo. Empezó con
dolor de estómago y diarrea. Los
médicos decían que no tenía nada, sólo le mandaban medicinas contra la
diarrea.
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Rodolfito
se revolcaba del dolor. La gente me
recomendaba que lo llevara a sobar, porque era una pega. Pero la señora no lo hizo bien, de forma
indirecta, en los brazos o los dedos, sino en el estómago y le reventó un
intestino.
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Murió
a los 11 meses de nacido en el hospital San Juan de Dios y era el noveno de
mis hijos.
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Con
Marielos no fui a su entierro, al verla morir no resistí el dolor y me
internaron para tratarme los nervios.
Me trajeron a Escazú, donde mi hermano Toño, ahí me recuperé.
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Cuando
murió Rodolfito, Dios me dio fuerzas y pude ir a su entierro sin
problemas. A los dos los dejé ahí, en
el cementerio de los pobres, pero el recuerdo de Rodolfito y Marielos me
acompaña siempre, dentro de mi corazón.
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El cáncer
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Cuando
se vinieron esas muertes yo me guiaba únicamente por tradiciones religiosas,
ignorante de los propósitos de Dios para mi vida. A pesar de todo El se mantuvo fiel, dándome
fuerzas para seguir adelante.
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Incluso
yo me fumaba hasta dos paquetes diarios de cigarrillos. Ezequías, mi marido, además de fumar,
tomaba y tranochaba, como siempre ha sido la
costumbre entre los músicos.
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Un día
empecé a adelgazar sin causa aparente, y cuando me di cuenta estaba en el
puro hueso. La piel se me puso pálida,
casi transparente y sentía un cansancio terrible. No tenía voluntad para nada.
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Después
de muchos exámenes y visitas al hospital, los médicos me encontraron un
cáncer en el útero.
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Llamaron
a mi esposo, le dijeron que la enfermedad estaba muy avanzada, que sólo
quedaba una pequeña esperanza en una operación.
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Me
operaron y luego continuaron el tratamiento con la Bomba de Cobalto, que
cuando eso estaba recien llegada al país.
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La
«bomba» es un aparato metálico grandísimo, ahí me metían acostada en una
camilla. Al encender ese chunche yo
sentía un calor terrible, como un fuego que me quemaba el vientre.
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El
tiempo pasaba y aumentaban las citas al hospital, pero yo seguía cada vez más
flaca y sintiéndome más débil, al punto de no tener voluntad ni para caminar
por la casa.
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A las
cuatro semanas terminó el tratamiento, pero los médicos me seguían
encontrando cada vez peor.
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Sanidad divina
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Un
día, estando sola en la casa, me levanté sosteniéndome de las paredes. Prendí un televisor pequeñito, blanco y
negro, que me habían regalado.
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Resulta
que ahí, en un programa, estaba el Dr. Dobson
orando por los enfermos. El dijo que
podíamos ser sanados de cualquier enfermedad, que lo importante era tener fe.
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Y que
quien no tenía fe, que se la pidiera al Señor. Yo me puse de rodillas, coloqué una mano
encima de mi estómago, la otra sobre el televisor y bajé mi cabeza...
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Empecé
a repetir la oración, porque en ese entonces ni siquiera sabía orar. De repente sentí una corriente eléctrica
que sacudió mi cuerpo y en ese momento tuve la certeza de haber sido sanada.
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Me
sentía libre, fuerte, feliz, me levanté llena de ánimo y gozo a hacer el
oficio, brincaba, saltaba, daba gracias a Dios y me puse a cantar, a terminar
de lavar una ropa que ya se me estaba pudriendo, porque no había tenido
voluntad para lavar ni tampoco plata para pagar a quien me ayudara.
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A
partir de esa sanidad sentí un deseo irresistible de ayudar a otros, también
con problemas y enfermedades.
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La invitación
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Un
día, un cristiano invitó a uno de mis hijos a su iglesia. El me pidió permiso para ir, pero le dije
que no fuera, porque yo era muy católica.
Y no fue.
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El
otro domingo lo volvieron a invitar y él se fue sin permiso. Luego se hizo cristiano y un Día de la
Madre, me invitó al templo. Le volví a
decir que no; pero en eso Ezequías, mi marido, intervino para que lo
acompañara, me dijo que nada se iba a perder con eso.
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Resulta
que ese día, al entrar a la iglesia, estaban adorando y alabando a Dios y ahí
sentí algo completamente diferente.
Desde que entré sentí que mi corazón ardía. Había encontrado mi lugar.
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Al
final de la fiesta, el pastor invitó a los que estábamos a pasar al frente y
acepté con mucho gozo al Señor en mi corazón.
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Desde
ese mismo momento hubo un cambio total en mi, se me
quitaron las ganas de fumar, de ver telenovelas y un gran deseo de estar en
las cosas de Dios y de servirle a El.
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Al
llegar a mi casa, encontré a mi esposo fumando y viendo televisión. Cuando me ofreció un cigarrillo le dije:
«no, mira, ya no quiero fumar más». El
se echó una gran risa y exclamó: «ahorita estás fumando otra vez»; pero se
equivocaba.
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Desde
ese momento me sentí diferente, limpia, renovada, con deseos de estar orando,
escuchando la palabra de Dios y predicando a todo aquel que me lo permita.
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Adiós a los bailes
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El
llamado era fuerte, dejé todo, las amistades, el gusto por la música y las
conversaciones mundanas. Antes me
gustaba bailar. Ahora me gusta danzar
para el Señor. De mi vida pasada sólo
me quedé con mi esposo y mis hijos.
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De ahí
en adelante continué asistiendo al templo cristiano. Empecé a llevar a una sobrina mía, Olga,
quien sería la primera persona que Dios puso en mis manos para su servicio.
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Dios
la levantó de una cama donde ella estaba tullida, sin poder casi ni
moverse. Oré por ella y Dios hizo el
milagro.
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Para
esos días empecé una amistad con la hermana Julia, de las hermanas del
Pilar. Como yo tenía tantos hijos,
ella a nombre de su congregación me regalaba útiles escolares y ropa.
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Un día
de tantos me regaló una Biblia, con el encargo de que la leyera, y orara por
una sobrina de ella que tenía cáncer en la garganta.
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Aprendiendo a leer
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Cogí
la Biblia y le di las gracias; pero no le dije ni una palabra de que yo no
sabía leer, ni escribir. Cuando llegué
a la casa, empecé a hojear ese libro, a orar y a pedir a Dios que me diera la
oportunidad de aprender a leer. Y Dios
hizo el milagro, porque ahora puedo leer, escribir y la muchacha con cáncer,
sobrina de la hermana Julia también fue sanada por Dios.
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La
misión que Dios me ha encomendado la empecé con los vecinos, duré tres meses
orando por ellos para que se ablandaran sus corazones. Luego los invité a grupos de oración en la
casa de dos plantas que alquilábamos, muy cerquita de donde vivo ahora.
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Cuando
eso me salió un padecimiento en el corazón.
No podía levantar el brazo izquierdo, me dolía mucho el pecho, sentía
dificultad para respirar y me resultaban difíciles labores tan sencillas como
barrer, recoger cosas y tender la ropa.
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En el
San Juan de Dios me dijeron que tenía arritmia cardíaca y me tuvieron bajo
observación una noche entera, con un aparato en el pecho, midiéndome los
latidos del corazón.
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No
tenía miedo de morir, pero clamé por sanidad, porque sentía un compromiso con
Dios para servirle a El y a muchas personas.
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Amenazas y gritos
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Luego
haría una labor de visita, casa por casa y así recorrí gran parte de
Escazú. Casi siempre fui bien
recibida, pero hubo ocasiones en que me atendía por puro compromiso, no me
abrían y otros me decían que me fuera, que eso no les interesaba.
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En una
oportunidad me apedrearon la casa en pleno día, mientras estábamos reunidos
en oración. Luego, un muchacho se
metió a la propiedad con un machete, y amenazó con cortarme los alambres de
la luz si seguía con las reuniones de vecinos.
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Un
día, el hermano de ese muchacho, me tiró una piedra y me la pegó por la
espalda. La piedra rebotó y fue a dar
al corredor de una casa y salió la vecina diciendo: «idiay,
¿por qué te apedrean si no le haces mal a nadie?».
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Lo que
hice fue pedir al Señor por los dos hermanos.
Tiempo después el del machete llegó a pedirme perdón y asistí a su
bautismo, en mi iglesia. Del otro sé
que dejó de tomar y ya está en los caminos de Dios.
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También
es normal que la gente, apenas me ve salga huyendo o cierre la puerta, o
cuelgan el teléfono cuando los llamo para hablarles del Señor.
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No hizo caso y murió
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En una
ocasión le hablé de Dios a un muchacho, lo invité a la iglesia y me dijo: «ay
señora, cómo cree usted que yo voy a pasarme toda una vida metido en la
iglesia, todavía estoy muy joven para eso».
Al poco tiempo se mató en un accidente.
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He
pasado por potreros, bajo la lluvia, arriesgando mi vida, huyendo del ganado,
de perros bravos, entrando a casas en lugares muy incómodos, subiendo cuestas
tremendas, pero nada de eso me pesa porque es para Dios.
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He
sufrido oposición en mi propia familia.
Por ejemplo una de mis hijas era de otra religión que no tenía a
Cristo como centro, pero ahora es creyente.
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Tuve
un yerno mormón, su conversión provocó que toda esa familia se convirtiera al
Señor, incluso el hijo mayor ahora sirve en la alabanza de su iglesia.
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¿Me
peleaba con ellos? No. Lo único que hago es tratar a las personas
con cariño y orar, orar mucho por ellas hasta que Dios toque sus corazones.
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Y así,
poco a poco, he perseverado en la obra de Dios, pese a los inconvenientes que
se han presentado y de los cuales he salido adelante, porque, como dice la
palabra, «somos más que vencedores».
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Aún en
las iglesias hay una cuota de prueba y sufrimiento. He padecido el comportamiento incorrecto de
algunos hermanos, por asuntos de envidia y orgullo espiritual.
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Hay
gente que se molesta cuando trabajamos de corazón, y damos buen
testimonio. Yo no me paso metida en el
templo, tengo claro que mi llamado es para visitar hogares, evangelizar, orar
por enfermos y alentar a los caídos.
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Parece
mentira, pero cuando yo he estado enferma, si acaso el pastor acude a
visitarme y darme aliento; me he sentido muy sola y me he quedado esperando a
todas esas hermanas, que en los cultos las veo tan entusiasmadas, alabando y
saltando con sus biblias y panderetas.
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La voz de Dios
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A
todos aquellos que leen este testimonio, y que quizá no tienen la paciencia
de leer la Palabra, ni participan en estudios bíblicos, yo les tengo una muy
buena noticia: Dios los ama, y los ama así como están.
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Y es
más, Dios habla, y lo hace hoy como en los tiempos bíblicos, porque Dios es
el mismo de siempre, por los siglos de los siglos.
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Digo
eso porque yo he escuchado la voz de Dios.
¿Yo? Si,
yo, así como me ve usted de humilde y sencilla, porque para Dios todos somos
iguales.
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Recuerdo
un día, que mientras aporreaba una ropa y oraba, tuve una visión de tres
muchachas que servía en la iglesia.
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Las
veía subir y bajar en el aire, como si fueran un papalote, luego de un lado
para otro, como mecidas por el viento.
Y de seguido una voz llegó a mi mente diciéndome: estas tres jóvenes
no están salvando almas porque dan muy mal testimonio en sus casas, ante sus
familias.
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En la
iglesia las fui llamando, una por una.
Una me dio la razón, admitió ser desobediente con su madre, la otra
decía que trabajaba en una casa donde ponían música mundana y no se atrevía a
evangelizar a esa familia, y la última dijo que ella estaba muy bien.
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A
partir de ese momento, la voz de Dios empezó a llegar a mi mente. Yo la oigo aquí, dentro de mi cabeza. Es suavecita y muy dulce. Cuando la escucho siento un quebrantamiento
que me hace llorar al escucharla.
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Me
habla especialmente cuando estoy pasando por problemas. Me dice que soy su hija, que tengo que confiar
en El, que El me cuida, que El me guía, que no tema porque El va a hacer
maravillas en mi vida y en mi familia.
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Misiones especiales
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A
veces me dice que vaya a una casa, que toque la puerta, porque ahí necesitan
de El. Yo lo
hago siempre y me encuentro a personas enfermas, sin esperanza, muy
necesitadas de Dios.
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Cuando
El me manda a algo tengo que hacerlo inmediatamente, me resulta imposible
negarme a esa voz, tan suavecita y amorosa.
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Ha
sucedido que El me ha enviado a alguna casa y no he podido en ese momento;
pero no me siento bien hasta cumplir con lo que me pide.
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En Bellorizonte me dijo el copastor
de la Iglesia Centroamericana: «doña Tere, hágame el favor, vaya a
evangelizar al vecino mío, porque a mi no me hace
caso, tal vez a usted la escuche».
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Un día
llegué a eso de las siete de la noche, el patio estaba muy oscuro. Yo conocí a la señora buena y sana cuando
joven, y cual sería mi sorpresa que me la encontré tirada en una cama, ciega
y paralítica.
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Pero
el asunto no terminaba ahí, porque a su lado, como si fuera un salón de
hospital, estaba un hijo de ella con graves problemas en su columna que le
impedían caminar y agacharse.
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Empecé
a hablarles del amor de Dios, de la salvación, a leerles pasajes de la
Biblia. Al rato le dije que yo la
conocía a ella, pero no me recordaba. Les
pedí que aceptaran a Jesús en sus vidas, como Señor y Salvador. Dijeron que si.
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Al
tiempo me enteré de que Dios sanó al muchacho de su columna, y a la señora le
restauró su visión. Al joven me lo
topo en Escazú, caminando para arriba y para abajo, pero se esconde, porque
no siguió en los caminos de Dios.
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En
otra oportunidad mi hija Irma me habló de una niña a la que le salían moretes
por todo su cuerpo. Un médico dijo que
era leucemia.
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La chiquita no
quería comer, se mantenía tirada en una cama, muy grave. La mamá pidió oración por la niña. Le dije que no podía ir en ese momento,
pero que pediría a Dios por la salud de la chiquita.
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Durante
una hora clamé al Señor en la noche. Pude
sentir la seguridad de que Dios sanaba a esa chiquita. Al otro día, en la mañana, la voz del Señor
me dijo que leyera un versículo en el que me daba a entender que debía de ir
a esa casa a evangelizar la familia.
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Pero
cuando llegué ya la chiquita estaba sana, el médico le había dado de alta y
la gloria y la honra se la dieron a los doctores, y no a quien lo merecía, a
mi Señor. Esa familia continúa
apartada de Dios, deconociendo sus leyes y con la
mirada puesta en los médicos.
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Angeles y demonios
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Una
noche se había ido la luz en todo Escazú.
En casa todos buscaban fósforos y candelas, pero no aparecían. En eso dije a mi hija Elizabeth: «voy a ir
a la cocina a buscar».
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De
repente, a un lado de la cocina vi una aparición, era la figura de una
persona alta, con vestiduras de encajes blancos hasta el piso de las que salía una luz como celeste brillante, pero no le vi la
cara porque la mantenía baja, cubierta por el manto que resplandecía. Al verlo grité a mi hija: «¡Elizabeth, corre, vení a ver
qué lindo lo que está aquí, un ángel!».
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Todos
se vinieron corriendo a verlo. Yo
continuaba mirándolo. No se movía,
estaba ahí quedito, de él continuaba saliendo una luz y una paz
preciosas. Pero no era visible a los
ojos de ellos, porque me preguntaban dónde estaba el ángel. Apenas ellos se fueron desapareció de mi vista.
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También
he visto la manifestación de demonios en mi propia casa. Un día estaba ministrando a un grupo de
jóvenes, hace unos siete años. De
repente, al poner mis manos sobre la cabeza de una muchacha, cayó al suelo
pegando gritos.
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Me
arrodillé frente a ella y seguí ministrándola, reprendiendo en ella los
espíritus raros que se manifestaban con movimientos de cuerpo, gritos y sus
ojos casi se le salían de las órbitas.
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Después
de agitarse y gritar por un rato, de repente se quedó quedita. Cuando se paró, dijo que se sentía libre,
tranquila, reposada, muy contenta y se convirtió a Cristo. Lástima, ahora está apartada.
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Días
después, alguien me contó que al escuchar los gritos, los vecinos iban a
llamar a la policía, pensando que mi marido me estaba ahorcando.
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Esa
persona, que ya conocía de Dios, les dijo que dejaran eso quieto, que era una
ministración de alguien con problemas de demonios y el asunto no pasó a más.
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Otro
día fui con tres hermanas a una casa, a orar por una muchacha de la que
decían estaba poseída por un espíritu de hechicería.
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Una de
las tres que me acompañaban fue por curiosidad. Yo le dije que fuera, pero le advertí que
se mantuviera cantando y orando, mientras se ministraba.
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Le
dije: «No importa que no se sepa muchos cantos. Con sólo que se mantenga repitiendo: la
sangre de Cristo tiene poder...».
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Mientras
que una la sostenía, otra le decía al oído: «fueraaa,
fueraaaa, demonioooo, tu no tienes que hacer nada aquí». Pero el diablo gritaba: «no, no, por favor,
yo no me quiero ir...».
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Y
mientras eso ocurría, la muchacha curiosa debía de estar cantando, pero de
repente sintió miedo, se quedó callada, luego se quitó de ahí y hasta quería
salir corriendo del susto.
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Gracias
a Dios fue liberada la mujer del espíritu de brujería, luego de vomitar
sangre y cosas raras.
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Una guerra de verdad
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Los
demonios no son cosa de película, son reales, existen y pueden influir,
atormentar y atacar cuando la gente está fuera de la protección de Dios.
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Los
demonios son espíritus que cumplen misiones definidas por un líder: el
diablo. La Palabra de Dios nos habla
que el fin del diablo y sus demonios se resume en matar, robar y destruir.
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La
gente no lo sabe, pero estamos en constante guerra contra esos seres
invisibles, todos los días, todas las noches, a todas horas y por eso debemos
aceptar a Cristo como nuestro Salvador, obedecerlo como nuestro Señor y
servirle a El.
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Por
eso debemos mantenernos orando, ayunando, clamando, trabajando en los
negocios del Padre Celestial y El se encargará de protegernos y de
administrar nuestros negocios.
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En el
salmo 34, se nos dice que: «el Ángel de Jehová acampa alrededor de los que le
temen y los defiende»; el salmo 91 nos habla de que ángeles nos cuidarán de
que nuestro pie no tropiece. Que no
tropiece ¿en qué?, en las trampas de los demonios.
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Pero
las promesas de Dios, que son muchas y tienen que ver con protección,
prosperidad, dirección, salud y, por supuesto, vida eterna, son para quienes
se encuentran en Cristo.
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Mensaje a los incrédulos
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¿Por
qué hay personas a las que el diablo y sus demonios nunca molestan? Porque ya esas personas son del diablo y
participan de sus actividades, pero en su ignorancia no saben que están en
peligro de ser robados, destruidos e incluso matados por aquel a quien
sirven.
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Si
usted me dice: ¡Ay Tere, no me venga con cuentos! ¡Los demonios no existen! !EI diablo
tampoco! ¡Mucho menos el infierno!
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Entonces,
si eso fuera así, Jesús habría mentido y todo lo que dice la Biblia no es cierto.
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Dice
usted que no cree en demonios pero fuma... ¡Ahí
tiene a un demonio, carcomiendo su salud de poquito en poquito, hasta
llevárselo a la tumba.
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No
cree usted en demonios pero toma licor... ¡ese es otro demonio¡ Y si a ese le agregamos otros espíritus,
entonces usted se topará con gente que habla mal de los demás, dice mentiras,
roba, le desea el mal a la gente, siente odio, rencor, ansiedad, temor,
depresión, tiene malos pensamientos, practica pecados sexuales...
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Una
vez fui a visitar un hogar en donde el esposo era alcohólico, el hijo
drogadicto y una hija tenía una enfermedad mental que la mantenía en silla de
ruedas.
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Batalla espiritual
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Me
puse a orar por la muchacha, le puse la mano sobre cabeza y me quitaba con un
fuerzón terrible, hasta me aruñaba la muñeca. Dios hizo una sanidad en la muchacha, pero
hicieron falta más visitas a esa casa.
No volví porque a la señora que me acompañaba le entró miedo, y no es
conveniente llegar sola a ministrar enfermos ni cautivos.
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También
Dios se glorificó en la sanidad de una jovencita que tenía problemas en sus
ojos. La operaron en Estados
Unidos. A la hora en que la estaban
interviniendo estuve orando en la casa y Dios hizo la obra.
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También
en la iglesia a la que asisto he participado en liberaciones de gente de toda
clase.
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Lo que
más está afectando a los hogares es la infidelidad, el adulterio, la
violencia doméstica y los vicios.
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¡Cuidado con la hechicería!
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En
Escazú la hechicería es algo tremendo.
A veces entro a una casa y de repente siento algo feo, como una
opresión en la cabeza, seguida de ansiedad, de desasosiego y ganas de irme de
ahí.
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Una
vez entré a la casa de una señora, y desde que llegué le dije: el ambiente de
este lugar está muy contaminado, los aires están saturados de demonios, de
espíritus malignos de opresión.
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Cuando
uno empieza a orar, la gente cambia de actitud, empiezan a mirar muy raro, a
toser y Dios nos da el don de ciencia, que permite saber qué clase de
espíritu es el que está dañando a la persona.
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Como
le digo, yo no tengo nada especial, soy una mujer humilde que aún sufre, ya
no tanto con mis propios padecimientos sino con las dificultades de mis
hijos.
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Así
como usted me ve, vieja y a veces achacosa, el Señor se glorifica en mi vida,
enviándome a orar por las personas, a rogar por la sanidad de la gente en Su
Nombre y a consolar a los afligidos, esa es mi misión y doy gracias a Dios
por haberme escogido, pese a mis limitaciones. (Fin)
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