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De
cómo mi abuela habló con la llorona
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Autor: Freddy
Alvarado Elizondo
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Dedicado a mi abuela María Sandí, a
mi esposa y nuestros hijos Josué y Mariana
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María Sandí López era mi abuela, de tez morena
como mi padre, cabellos grises, delgada, bajita, de manos fuertes y
afanosas. Era oriunda de Piedras
negras, pero mi bisabuelo se la trajo para Escazú cuando era solo una chiquilla,
cuando niño la llamaba abuela de Calín, y muchos
años más tarde la llamaron abuelita de las gallinas mis hijos Josué y
Mariana. De tantos años que tenía, en
ocasiones ella solía decir que se ponía a cavilar si sería que a Dios se le
había olvidado que estaba ahí, en esa montaña donde vivía al final de la
calle la laja, en un sitio tan recóndito que durante muchos años, no tuvo
vecinos más cercanos, que los coyotes que andaban en los potreros carrereando
los terneros o el león que se le comía las gallinas y que con su gran
cabezota y sus manotas a veces la asustaba, cuando le aruñaba la puerta de la
cocina en aquellas largas noches donde se quedaba sola en casa con la marimba
de chiquillos mientras mi abuelo andaba largo trabajando. De hecho, yo mismo por mucho tiempo creí
que era eterna, por los recuerdos tan lejanos de mi niñez que tenía de ella,
cuando nos llevaba a mí y a una veintena de nietos subiendo y bajando
trillos, cada uno con un saquillo al hombro, donde llevábamos por toda carga:
el canasto de cuartillo, la faja hecha también de saco, y el almuerzo
envuelto en hojas de plátano, que ella nos preparaba con una ligereza
asombrosa antes de marchamos a través de aquellos cafetales inmensos, que en
mi infancia cubrían San Antonio, a coger nuestros primeros cuartillos de
café, entre aquellas calles de hojas esmeraldas y frutos encarnados, donde
más nos desvivíamos por encontrar y atesorar guápiles, manitas, peinetas,
chicharras secas y animalillos del monte o por comernos los granos de café
como dulces golosinas, que por llenar el saquillo de café que llevábamos para
recoger nuestra gran ganancia del día.
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Llegó a alcanzar la avanzada edad de
noventa y cinco años, en completo uso de todas sus facultades de buena
campesina, desde rezar el santo rosario todos los días de su vida, palmear
una buena provisión de tortillas de maíz en la serenidad de las madrugadas,
hasta cuidar de cada una de sus gallinas, patos, gansos y chompipes,
buscar siempre su leñita menuda para encender fácilmente el inextinguible
fogón y todos los jueves, excepto el santo, calentar con brasas el
antiquísimo homo de barro bajo la troja, donde horneaba aquellas inmensas
tandas de pan casero, biscocho y rosquillas, que vendía a precios de antaño,
para ganarse su platita, pues ella decía que una mujer siempre debía tener
sus cinquitos, no solo para ayudar a su marido sino
para atender sus necesidades y las cosas de la casa.
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Pero quizás no era solo eso lo
encantador de visitaría, ni siquiera el entorno mágico e inmutable de aquella
casita de barro, blanca de guarda azul, fabricada por mi abuelo para ella,
cuando la desposó a sus quince años y oculta de toda mirada de civilización
en medio de esas montañas olorosas a orquídeas y de los hermosos jardines que
ella cultivó en aquel pedregal, ni el piso de tierra, ni las paredes
encaladas, ni el techo de tejas rojas con aquellos tapicheles
abiertos, por donde se miraba el cielo averanado
inundado de nubes y salpicado de pericos escandalosos o en las noches
despejadas la multitud de estrellas tintineantes en aquella profunda
oscuridad, solo rota por la luz de unas cuantas candelas de llamas
vacilantes, continuamente sacudidas por el fragor de mar del viento, que
entraba sin permiso desde las ramas de los árboles cercanos, más aún, en mis
recuerdos de niño, ahora a mis treinta y cinco años, me doy cuenta de que ni
siquiera el río, que estaba a unos pasos del galerón donde guardaba mi abuelo
la carreta y que saltaba ruidoso y juguetón por entre las piedras grises y
verdes, envuelto en velos de espumas blancas a través de las pozas donde se
bañaban los patos y donde tantas veces nos sentenciaron a no acercarnos, por
temor a una cabeza de agua o abrirnos la cabeza en una piedra, me llenaba de
más fascinación que ella misma, en aquellos días de serenidad y dicha, cuando
vivía y nos contaba sus historias, recostada al calor de la lumbre del fogón
que aún ahora debe hallarse encendido, en la misma esquina de la cocina como
un recuerdo fiel de su presencia.
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De todas las voces que nos ordenaban
no acercarnos al río, no recuerdo haber escuchado la de mi abuela, para quien
el río era un viejo conocido. Durante
muchos años bebieron de sus claras aguas y en él se bañaron cada uno sus
hijos e inclinada sobre sus piedras lavó sus ropas, pero a pesar de ello, aún
siendo compañero de juegos y trabajos de la familia, mis tíos y tías siempre
lo evitaron de noche, por aquella historia que solía contar mi abuela y la
que prefería la chiquillada en aquellos momentos después de la comida, antes
de irnos a la cama, mientras nos hallábamos abrigados solo por el resplandor
de las candelas y la oscuridad insondable de la montaña llena de ruidos de
animales ocultos y grillos desvelados.
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Según contaba mi abuela, cuando ellos
estaban recién casados, tenían un potrero que pegaba con una ladera de la
montaña, a donde mi abuelo iba a dejar los bueyes poco antes de
anochecer. En ese entonces como aún no
tenían chiquillos, ella lo acompañaba, en especial porque se acordaba que
hacía un par de años, que una crecida se llevó a un muchacho que intentó
cruzar el río con su caballo, el cual por cierto pretendía a una muchacha del
barrio, de ahí que a ella le daba mucho miedo que a su esposo le pasara lo
mismo, porque era invierno y en esa época el río bajaba muy bravo.
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Ese día estaban arriba del potrero
buscando un ternero cuando miraron hacia el río y vieron un bulto blanco a la
orilla. Cavilando que era el ternero
mi abuela bajó para arrearlo a la casa mientras mi abuelo la esperaba arriba
en tanto abría el portillo. Pero
cuando ella estaba a unos pasos del bulto se le fue el aliento porque en
lugar del ternero, vio a una señora muy bonita vestida de blanco. Solo pudo pensar que le había salido la
llorona.
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_No se asuste Mariquita_ le
dijo ella, soy Martita la novia de Julián, el muchacho que se llevó el río,
siempre vengo en las crecidas para ver si lo encuentro, pero no le cuente a
nadie porque sino mi tata me muele a leño.
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_¡Ay muchacha de Dios, por poco me mata del
susto!, quien le ha metido en su cabeza que lo va a encontrar así, ya eso
pasó Martita, Julián era un buen muchacho, los hombres lo buscaron bastante
pero no apareció, piense que Tatica Dios lo tendrá en sus manos y déjelo en
paz. Usted es todavía bonita búsquese
otro hombre que le haga olvidar y haga su vida.
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_No puedo Mariquita yo le prometí que
le sería siempre fiel y además anoche soñé con él, que me venia
a buscar y me llevaba, por eso me vestí tan linda.
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_¡Ah muchacha que ocurrencias!
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_¡No le diga a nadie!, ¡ni a Don Neto por amor a
Dios!
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_Bueno, bueno, pero cuidate que te puede pasar algo por andar a éstas horas en éstas soledades a la orilla del río en
crecida.
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Cuando mi abuela regresó arriba y mi
abuelo le preguntó quien le metió conversona allá abajo, a ella solo se le
ocurrió decirle que era la llorona y que le dijo que tuviera cuidado con los
chiquitos de que no se acercaran al río en crecida, porque si se los llevaba
ella los recogía. Mi abuelo la miró
fijamente pero ella no cedió, lo dijo como si tal cosa, así que él solo calló
no dijo más y cuando después otras gentes mencionaron haber visto alguien
cerca del río esa noche, mi abuelo se ponía muy serio y decía, que era la
llorona y que le había hablado a su mujer.
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Y esta última parte era la que
contaba a sus hijos. Cuando ya
estuvieron ellos grandes se animó a contar el resto. Aún así cuando le preguntamos por esa
muchacha ella se pone misteriosa y dice que después de esa noche que conversó
con ella no la volvieron a ver.
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De ahí que otra vez nos deja a todos
los presentes con la duda, así que por aquello, les recomiendo que mejor no
se acerquen al río de noche.
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