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Carta a mi madre

 

Querida mamá:

 

Sé que ahora que estás en el cielo, donde ya nada te puede lastimar, podrás escucharme sin defenderte y ser receptiva para oírme y no tan extremadamente correctiva y moralista, actitudes ambas que me hicieron sentir tan lejos de ti afectivamente.  Nunca sentí el calor de tu mirada, ni la actitud acogedora de tu cuerpo.  Pero, lo más duro para mí, fue el necesitarte tanto y a la vez tenerte un tremendo miedo que rayaba en pánico.  Después de que salí del convento fue cuando te conocí verdaderamente cómo eras.  Cuánto me maltrató tu rechazo e incomprensión...  Cuando me fui al convento, a los trece años, entonces era todavía muy niña para comprender quién y cómo eras, aunque las consecuencias buenas y malas de tu actitud ya iban conmigo y algunas de esas heridas por falta de amor tuyo aún sigo tratando de sanarlas.  Me diste de comer religión y moral en exceso y cero amor.  Nunca supe cómo eras por dentro y te moriste sin saber quién era tu hija.  Cuando pusieron el último ladrillo en tu nicho, lloraba porque sentí que allí se acabó la esperanza de que conociéramos algo de nuestro interior en esta tierra.  Nunca pude confiar ni descansar en ti.  Te fuiste sin saber quién era tu hija.  Dejaste en mí un gran vacío de amor humano.

 

Mamá: las pocas veces que me hablaste de sexo me repugnaba, porque me lo decías con tal misterio y dificultad que me hacías sentir muy mal.  El día que me hablaste de la menstruación, dije para mis adentros: "A mí no me va a suceder eso, porque yo desde ahora le voy a pedir al Señor que no me ocurra".  De hecho, menstrué como a los quince años.  Tu manera de ser, seca y fría, hizo que todos mis hermanos adoptaran esa misma actitud y, por lo tanto, tampoco me he sentido querida por ellos.  Por eso, todavía, cuando asisto a una reunión en donde no conozco a nadie, me siento tremendamente sola.  No nos enseñaste a expresamos nuestro amor.  Tengo conciencia de mi soledad desde los nueve años.  A causa de tu visión de Dios, tan castigadora y culpígena, pasé muchos años de mi vida padeciendo tremendos escrúpulos, que fueron para mí un verdadero infierno.  Quería, con toda mi alma, amar a Dios y disfrutarlo con todo el potencial de amor que El me había dado y no podía, porque me sentía siempre mala y pecadora, palabras que aborrezco.

 

Mamá: eras estoica, dura y firme como un roble, recta, bonita, campesina con corte de princesa, líder nato que imponías respeto con solo tu presencia, prudente, de pocas palabras, seria, triste, inquebrantable, tozuda, tremendamente dominante, sin dolo, ascética, controladora, fundamentalista, luchadora, honestísima (nos enseñaste a troche y moche a no mentir) algo de lo que te estoy profundamente agradecida, ya que esto me ha hecho confiable para gran cantidad de gente; honradísima en lo material, económica, inteligente, piadosa, mujer de gran fe, correcta, sumamente preocupada del qué dirán, intangible, orgullosa, correctiva, moralista, excesivamente religiosa, reservada, introvertida, seca, fría, inexpresiva, poca para escuchar y especialista en aconsejar, represiva en lo sexual, no permitías que se hablara mal del prójimo.  Recuerdo tu frase: "Del prójimo, si no se puede hablar bien, lo mejor es callar".

 

Mamá: Creo que a lo mejor te fuiste frustrada porque no me pudiste meter en tu carril, pues salí tan terca y luchadora como tú, como para no dejarme amarrar bajo tus enaguas.  Sólo que el cordón umbilical con que me alimentaste siguió conmigo y aún sigo en la tarea de cortarlo.  Me ha costado mucho a lo largo de mi vida quitarme el bagaje negativo que echaste sobre mí.  Cómo le agradezco al Señor que me haya separado a tan temprana edad de ti, porque desde aquel domingo doce de marzo de 1950, comenzó en mi vida el largo y arduo caminar hacia mi liberación interior y el acercamiento a Dios, a quien amo, degusto y disfruto, no al modo tuyo ni de la Iglesia, sino del modo que El me ha inspirado.

 

Como no lo supiste, porque nunca te lo pude contar mientras estuviste en esta tierra, porque tenía pánico de tu incomprensión, quiero que sepas que me casé, pero me separé de mi esposo al mes y medio, porque su amante me llegó con su niña en brazos, las constancias de nacimiento de esa niña y otra y fotos de los dos en distintos lugares, todo eso a los quince días de casada, en plena luna de miel.  ¡Qué hubieras hecho tú, ante semejante situación, si eras tan celosa?  Porque has de saber que te oí discutir algo con papá al respecto, estando yo muy pequeña.  Creo que tenias celos de una cuñada, viuda, de papá.  ¿Te imaginas las soledades, abandonos y tristezas que pasé?  Pero tú nunca te enteraste de nada, porque el miedo a tus reacciones me lo impedía.  Sólo quiero que sepas que mi vida no ha sido nada fácil.  El liberarme de tus estigmas y de los del convento, donde eran tan legalistas y culpígenos como los tuyos, me ha llevado a tener tragos amargos, soledades inmensas y ríos de lágrimas.  Busqué el amor humano por doquier y nunca lo encontré a la medida de mis ansias.  Seguí caminando y buscando un amor incondicional y, finalmente, después de liberar mil barreras de mi interior, pude encontrarlo a plenitud en el corazón de Dios.  Aunque ese encuentro a plenitud ha sido bastante reciente, lo disfruto y lo gozo como nunca he disfrutado nada semejante en la vida.  Sé que ahora que estás cerca de El, sí me entenderás, porque ya no tienes las ataduras que te impedían verme como soy.

 

Siento que estoy viviendo el paraíso anticipado en la tierra.  Camino con Dios por el ancho mundo.  Lo percibo en todas partes, en las flores grandes y chiquitas, en las nubes, el sol, la luna y las estrellas, los ríos y los pájaros, la inocencia de los niños, el amor de las madres, el cariño y la picardía de mi perrito, cuyas monerías y ternura me hablan constantemente del amor y cercanía de Dios en mi vida.  Lo amo y me ama.  ¿Qué más puedo desear?  Tengo al fin un amor incondicional y poderoso.

 

Mamá: ¿Cómo te sientes después de leer esta carta?  ¿Te acuerdas de la que te escribí una vez, desde otro país, que te afectó mucho?  Me dijiste que si no tenía algo mejor que decirte, que no te escribiera.  Me contaste que la habías roto para que nadie la viera.  Te decía entonces una décima parte de lo que te digo ahora.  ¿Entiendes ahora por qué no podía abrirme contigo?  Tú eras muy defensiva.  Yo aprendí esa conducta de ti y vieras cómo me molesta ser así.  Pídele al Señor que me ayude a liberarme de esto, porque me cuesta mucho relacionarme con las personas defensivas.

 

¿Sabes, mamá?  Todo lo que me pasó contigo es lo que ha hecho posible que yo trabaje hoy en ayudar a los demás.  El Señor lo permitió, para que, a través de mi liberación, ayudara a otros en el duro camino de sanar heridas del pasado y limpiar el camino para llegar a El.

 

Mamá: Mis hermanos están muy mal, a causa de lo mismo que hiciste conmigo.

 

Ruégale al Señor que los libere de todo el dolor que tú les causaste.  Háblale de ellos.  Sé que te escuchará.

 

Mamá: Te perdono.  Ruégale al Señor que me ayude a liberar las heridas que todavía me aquejan.

 

Hoy puedo hablarte con toda la confianza de que nunca fui capaz.  Me ha gustado mucho hacerlo.

 

Mamá: Gracias por los valores que me diste.  Creo que ahora comprendes que, aunque te di muchos problemas, por rebelarme, eso fue lo mejor para mí; que no te defraudé y que, sobre todo, no defraudé al Señor en sus propósitos conmigo.  Ruégale que le sea fiel hasta la muerte.

 

Te amo.

 

Soraya.