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Botijas

 

En tinajas-zurrones y guacales

 

 

Por: Francisco Montoya

 

Luces misteriosas con destellos de un azul intenso que en forma intermitente se dejan ver a través de las rendijas de puertas y ventanas de las casas viejas, casi siempre en aquellas de adobe; y las más de las veces acompañados de espantos: Señal inequívoca de la posible existencia de una botija.

 

 

Luces y apariciones de espantos que llenaban de miedo a aquellos seres que en esos tiempos idos, miraban con asombro y un tanto de codicia y con ciertas ansias de un poco de riqueza fácil, a esas luces fantasmas y que después de todo con un buen cañazo de chirrite entre pecho y espalda, cualquiera sería capaz de hablarle al muerto.

 

Ese acto codicioso llegó a ser en cierta medida causa de la demolición, no solo de unas dos paredes, sino de la casa en su totalidad; y en la mayoría de los casos para quedarse al final, sin la bendita botija y solo una casita en ruinas.  Casitas que llenaban de encanto el paisaje de su entorno.  ¡Que pena!

 

¡Ha tiempos aquellos!  Llenos de recuerdos y añoranzas, cuando comadres y compadres acurrucados a la vera del viejo fogón, de piedra muerta y tinamastes, sentados en taburetes de cuero sin curtir, cerquita del rescoldo de las brasas ya extintas, pues hace frío, y en susurros comentaban acerca de aquellas luces en esas casas viejas, llenas de misterio, y de la posible botija enterrada en sus viejas paredes.

 

 

¡Que emoción!  Desenterrar una tinajita llena de monedas de oro, de esas monedas que los viejecitos de antes solían enterrar en esos nichos o alacenas.  Incrustadas en las anchas paredes de las casas de adobe.  Con un sistema bancario en ciernes y que de existir infundía poquísima confianza, los viejitos de entonces se las tenían que ingeniar para de alguna forma poder guardad o mejor dicho esconder sus pequeños tesoros.  Con ese fin se valían de tinajas, zurrones y/o guacales.  Dichos artefactos, una vez llenos de moneditas de oro se sellaban con el mismo barro que se utilizaba en la confección de los adobes; Y a enterrarlos donde nadie lo sepa.  Esos artefactos se escondían entonces, o bien entre una alacena que luego se sellaba con una tabla la que a su vez se recubría de barro, de la misma consistencia que el del repello de las paredes, para así disimular su existencia; o se colocaba sobre los dinteles, piezas formidables de maderas especiales tales como el roble negro, el chirraca, el guapinol, el guachipelín o el cedro amargo, etc.  Todos ellas piezas que se colocaban en la parte superior de los espacios donde luego se empotraban las puertas y ventanas y de esa forma se garantizaba el soporte necesario para sustentar el tremendo peso del adobe sobre esos espacios, que a su vez con sus vértices redondeados formaban parte del conjunto armonioso que caracteriza las paredes formidables del adobe; allí se escondía la botija.  Dichos dinteles que fácilmente se podrían considerar en la actualidad como piezas de museo, de valor patrimonial, eran así mismo depositarios de una botija.  En más de una ocasión sobre los linteles de una casa vieja de adobe se encontraron bien anidadas, un guacalito, o un zurrón y a veces una tinajita repletitos de oro; o en la de menos también cavaban un hueco en el cafetalillo y detrás de una cepa de guineo se enterraba la botija.

 

No cabe la menor duda, de que vecinos irresponsables y angurrientos fueron los responsables de darle el jaque-mate a muchas de las casitas de adobe, en su búsqueda de botijas.  Sin ningún escrúpulo derribaban paredes, en su totalidad, para luego quedarse, los desafortunados, mirando hacia el ciprés; con el único consuelo de que sobre aquel montículo de adobes, ya en pedazos, sería muy bueno sembrar unas matas de ayote.  ¡Qué mentalidad!  Y ¡Qué descaro!

 

En aquella casa vieja, donde vive la viuda de aquel viejillo rico, que era muy agarrado.  Tanto así que ni siquiera daba sal para un huevo, dicen las malas lenguas que hay una botija.  Si la viuda estuviera de acuerdo, iríamos a medias, y si no hay nada pues no importa, ella se podría ir a vivir con su hija, su marido trabaja y son gente acomodada.  Pues dele viaje y otra vieja casa que se la llevó la porra.

 

"Se nos da la espina" decían, que ese viejillo, ahora difunto, es el alma en penas que anda asustando, pues en vez de darle limosna a los pobres, prefirió enterrar la plata; ahora solo espera que alguien la desentierre y que por lo menos le paguen una misita para que su alma repose en paz.

 

En mas de una ocasión, al no disponer de una tinaja que era el cacharro preferido para enterrar el oro, se recurría entonces al zurrón, este ultimo, en esos días tenían múltiples usos y eran de muy variados tamaños; desde los que se utilizaban para transportar granos y dulce a los mercados, engarzados sobre las monturas, albardas y/o aparejos sobre caballos, burros o mulas, hasta los más pequeños que se utilizaban como sembradores que atados a la cintura del agricultor se llenaban de semillas- maíz, frijoles, etc.- otros, aun mas pequeños, se utilizaban para guardar candelas y fósforos y otros para enterrar el oro.

 

Al no disponer ni de tinaja, ni de zurrón se recurría entonces al humilde guacal, la parte mas gorda del calabazo.  Este era otro artefacto que desempeñaba múltiples tareas: en los trapiches, para sacar el caldo hirviendo de las pailas o también para tomar espumas; en las cocinas para sacar el agua de los baldes y/o pilas en el momento de cocinar los alimentos.  Algunas veces si no habían platos soperos, se recurría al guacal; Bueno hasta para beber chicha y muy a menudo para darle a los chiquillos el corte de pelo, estilo San Antonio- se coloca el guacal sobre la cabeza del chacalín y va tijera y en mas de una ocasión para enterrar el oro.  Eso sí con una buena tapa de barro encima.

 

No puedo concluir esta pequeña narración sin antes contar mi propia historia.  A mí también, por desgracia, me toco la mala suerte de llegar tarde al festín.  El rinconcito donde supuestamente se encontró, alguna vez una botija ya estaba vació.  Eso aconteció después del terremoto de 1991.  Como consecuencia de ese fuerte temblor gran parte de los repellos de las paredes en mi casita de adobe- la casa del molino- así descrita en el registro- puesto que en la mencionada casa existía in molino de trigo.  Los primeros colonos residentes en San Antonia de Escazú traían el grano a esta casa para su molienda, pues ese trigo era cultivado por ellos en esa localidad.

 

 

Pues bien, una vez repuestos del susto del temblor y comenzada la tarea de reparación de los repellos de las paredes rotas, el señor que me ayudaba en dicha reparación, un incuestionable artífice del barro, de repente pego un grito mas que de asombro de alegría y me llamó para que así entre ambos pudiéramos ser testigos de lo que estaba por acontecer frente a semejante hallazgo.  ¡Que ilusión!  Encontrar una alacena, hasta ese momento nunca vista en esa pared resguardada con semejante tapa de madera, de seguro aquí hay una botija.  Conteniendo la respiración y con intenso cuidado se removió le tapa cobertera y ¿cual no sería nuestro desencanto?  Cero botija en medio de la alacena, había solo una gran pelota de barro, dura como el concreto.

 

 

Desde luego que ya muy antes, alguien había sido el afortunado.  ¡Queseara de desencanto pusimos ambos!  Ahora solo me quedó un pequeño espacio para colocar ahí un minúsculo pasito de la natividad.