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Poney
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Poney, Caballo retinto claro con un lucero blanco en la frente, patas del
mismo color, crines y cola recortadas.
Hijo de Príncipe -famoso ejemplar peruano- y de la yegua Morita, fue lo
que era de esperar: un excelente ejemplar de trabajo que se exhibía coqueto
en las fiestas de Santa Cruz o en las carreras de cintas en Capellades.
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Poney, un caballo mal amansado que
aprendió algunas mañas cuando empezaron a montarlo, no toleraba las alforjas
en las que echaba el queso, la natilla y la carne de ternero que le llevaba a
mi familia en mis viajes a Capellades.
Tampoco permitía la capa aulada con la que
el jinete se protege de la lluvia.
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Cuando caía el aguacero sobre aquellas
grandes fincas por las que transitaba los fines de
semana, los relámpagos herían con su luminaria aquellos parajes y el trueno
ensordecedor dejaba callada la montaña, el problema era usar la capa; el
caballo se encabritaba y nervioso saltaba asustado. Había que mantener firmeza y equilibrio
sobre la silla de montar para no ser tumbado.
En este caso hay que saber hablarle a los
caballos; acariciarlos y calmarlos. Poney era un noble animal que entendía este
lenguaje. Así le fue perdiendo el
miedo a las alforjas y a la capa. Por
estos defectos que doña Flora Castro no toleraba, ese caballo pasó a ser de
mi propiedad a cambio de una yegua que le había comprado a Juan "Gallo" en El
Tejar del Guarco.
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Una tarde, viajando de Capellades al
Volcán Turrialba, subiendo la empinada cuesta que es como una inmensa beta de
roca ígnea, por el zigzagueante y angosto camino escondido dentro de los
boscosos potreros, el cielo se tiñó de negro grisáceo; las aves en presuroso
vuelo buscaban donde refugiarse; se fugó la brisa y las hojas de los árboles
quedaron inmóviles. Un silencio de
miedo reinó en el bosque y el ganado disperso en los potreros, se juntó
asustado buscando donde guarecerse bajo la arboleda. Una serpentina de fuego iluminó los
matorrales y los nubarrones, cuyo peso la atmósfera no podía sostener,
dejaron la tarde en una penumbra de muerte y el torrencial aguacero, tomado
de la mano del tornado, se precipitó con violencia desgajando el ramaje de
los robles y dejando sus hojas tendidas, tejiendo una alfombra verde sobre el
enyerbado suelo. Todos los animales de
aquel hábitat enmudecieron y se ocultaron temerosos.
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La montaña quedó temblorosa y
callada. Un relámpago hirió por
segundos a los nimbos y descargó la enorme potencia de su electricidad sobre
un viejo árbol de ciprés que se inclinó carbonizado sobre la hojarasca. El trueno, con su ruido descomunal, se
proyectó desde la altura de los montes hasta las oquedades del irregular
terreno.
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En sus nidos, los quetzales ocultaban
la cabeza entre sus alas para no ver la luminosidad del relámpago, ni
escuchar el ruido formidable e infernal del trueno.
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En el fondo de la pronunciada
gradiente del gran cañón -cauce del Río Turrialba- en una de sus más grandes
crecidas, con un ruido profundo, el torrente de sus aguas arrastraba todo lo
que se interponía en su camino, golpeando con violencia las gastadas rocas de
su lecho.
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Había belleza en este espectáculo aterrador,
ser un espectador metido en la furia de los elementos, teniendo como única
compañía mi noble caballo, escuchando el gemido de los árboles ante el azote
de los fuertes vientos, pisando la gruesa alfombra de las hojas muertas,
sintiendo sobre mi cabeza cubierta con un sombrero casco el rebote del
granizo y en la espalda -protegida por la capa impermeable- el golpe tupido
del torrencial aguacero, mirando los fenómenos sonoros y luminosos de la
imponente tormenta que ponía una mordaza a la montaña, silenciando su
lenguaje.
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Sin tener donde guarecerme,
aterrorizado, friolento y rígido sobre la silla de montar, confiado en mi
caballo que, seguro de patas, haciendo gala de la fuerza de su musculoso cuerpo
empapado de lluvia y de sudor, ganaba terreno hacia la altura.
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Poney, mi noble y valiente caballo, me
sacó del ojo de la tempestad y me llevó hasta el lugar donde la naturaleza
guardó la impiedad de sus elementos.
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Un rayo de sol se abrió
paso entre las nubes e iluminó y dio calor a los mojados árboles; destapó los
oídos de los asustados pájaros quienes desentumedecieron
sus alas y llenaron el campo de colores y gorjeos. Las vacas estiraron sus extremidades y
empezaron a masticar el chicle de su bolo alimenticio en el que a través de
la rumia continuaron su proceso digestivo.
Brilló el verde de las plantas que entre dientes decían adiós al mal
tiempo y los toros dando gracias al cielo levantaban su cabeza y con la gran
fuerza de sus pulmones, lanzaban el sonoro grito de su bramido que el eco
proyectaba por el entorno de
aquella hermosa campiña.
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Las gotas de rocío donde se reflejaba
el arco iris, empujadas por el calor del sol, resbalaban sobre los tallos de
tos juncos para desvanecerse y ocultarse sobre sus raíces.
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Anochecía... las vacas doblaron sus
extremidades y su cuerpo cayó suavemente sobre el terreno que el sol había
secado. Poney,
hambriento, se inclinó sobre la hierba verde y empezó a pellizcarla con sus
dientes. Las aves organizaron su
último concierto; vibraron las gargantas de los jilgueros, yigüirros, mozotillos y tucanes
para cantarle a la naturaleza y a la vida.
Quedaron callados el martillo y el cincel del pájaro carpintero. Era su manera de decir buenas noches, de
despedir el día, mientras los colibríes, ya soñolientos, con el tornasol de
su plumaje, llenaban de colores la transparencia de la pasajera brisa,
buscando su camita para descansar.
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La noche llamó a la quietud y al
silencio y puso a dormir a sus criaturas.
El astro rey se escondió detrás de la arboleda. Sólo interrumpían aquella calma, el
cric-cric monótono de los grillos y el revolotear de los cuyeos. La parpadeante luz de las luciérnagas y los
farolitos de los carbunclos se posaban sobre las hojas dormidas. En el manto negro que cubrió el inmenso
bosque, se notaban las siluetas confusas de unos enormes brazos que se
desprendían de los leñosos tallos de los centenarios robles. Una carita redonda se asomó discreta detrás
de los cerros y con los ojos llenos de luz se puso a contemplar la noche.
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Poney, mi buen caballo y yo miramos, admiramos
y disfrutamos del miedo a la tempestad, de la belleza de la tarde despejada y
de la noche silenciosa.
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Eduardo Ramírez Cisneros.
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